Ecuador atraviesa una ola de violencia e inseguridad que se ha desatado por el aumento en las actividades de los grupos de delincuencia organizada. A raíz de ello, el 9 de enero de 2024, el presidente Daniel Noboa declaró la existencia de un “conflicto armado interno” e identificó a 22 grupos de delincuencia organizada como “actores no estatales beligerantes y terroristas”. Ocho meses después de esta declaratoria sin precedentes en la historia ecuatoriana, los índices de muertes violentas, secuestros y extorsiones no han disminuido; e, incluso, se están intensificando en lugares antes pacíficos.
Una de las respuestas que el gobierno ha dado para explicar la ineficacia de su estrategia para combatir al crimen organizado ha sido que “las fuerzas del orden hacen su trabajo, pero los jueces liberan a los delincuentes”. En la misma línea, la Ministra del Interior ha solicitado a los jueces que paren la liberación de delincuentes; y el propio Noboa ha advertido que “los jueces que apoyen a los terroristas [entiéndase, dicten medidas alternativas a la prisión preventiva, sobresean o declaren la inocencia] serán también considerados como terroristas“.
No es la primera vez que, desde el Poder Ejecutivo, se promueven estos discursos estigmatizantes y atentatorios contra la independencia judicial. En 2011, Rafael Correa justificó la “medida de mano en la justicia” refiriéndose a “jueces pillos” que favorecían a criminales; y, en 2022, Guillermo Lasso expuso con nombres y apellidos a cinco “malos jueces que defienden delincuentes” en una cadena nacional.
Sin embargo, este discurso estigmatizante es especialmente lesivo de la independencia judicial en el contexto actual. Primero, debido a la narrativa del conflicto armado interno, que ha permitido al Gobierno adoptar decisiones que, en otras circunstancias, serían ampliamente impopulares, como el aumento de impuestos y de precios de los combustibles. Segundo, por el grave deterioro de la imagen de la Función Judicial, derivado de los casos “Metástasis”, “Purga” y “Plaga”, que han expuesto la infiltración del crimen organizado en las instituciones del sistema de justicia.
La idea de que “los jueces liberan delincuentes” pretende responsabilizar a operadores de justicia por la escalada de violencia y criminalidad que azota al país, cuando en realidad es una problemática compleja que debe abordarse con políticas públicas que atiendan las causas y factores que la favorecen. Los operadores de justicia, evidentemente, no son los encargados de generar políticas públicas para combatir los orígenes de la criminalidad.
Sobre este tema, la Relatora Especial sobre la Independencia de Jueces y Magistrados ha advertido que la estigmatización de operadores de justicia por parte del Ejecutivo es particularmente grave, ya que los altos funcionarios ejercen una influencia significativa sobre la percepción pública del poder judicial. Además, esta práctica contraviene el principio fundamental de la independencia judicial de que los jueces no deben ser objeto de amenazas ni correr el riesgo de sufrir daños debido a su trabajo o al contenido de sus sentencias. En el mismo sentido se pronunció la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Apitz Barbera Vs. Venezuela, al señalar que “los funcionarios públicos, en especial las más altas autoridades de Gobierno, deben ser particularmente cuidadosos en orden a que sus declaraciones públicas no constituyan una forma de injerencia o presión lesiva de la independencia judicial”.
Los jueces sí desempeñan un papel importante en la erradicación de la impunidad, al ser encargados de juzgar y sancionar los delitos que conocen. Sin embargo, no se puede sobresimplificar los procesos penales y omitir el rol de los otros actores que intervienen en ellos —por ejemplo, Fiscalía, Policía, Defensoría, defensas técnicas, entre otros— para responsabilizar únicamente al juez.
Por otro lado, la cooptación del sistema de justicia por parte del crimen organizado no puede reducirse a la idea de que “todos los jueces son corruptos”. Las amenazas y atentados de los grupos de delincuencia organizada hacia jueces, fiscales y otros funcionarios judiciales son una problemática que va en aumento y, hasta el momento, no ha sido atendida de manera efectiva.
A su vez, la situación de precariedad que enfrenta la justicia ecuatoriana —que implica déficits de personal, sobrecarga laboral, y hasta escasez de insumos como papel y tinta— aumenta la vulnerabilidad de los operadores de justicia frente a los intentos de cooptación, ya sea mediante corrupción o amenazas, por parte del crimen organizado.
En definitiva, el discurso estigmatizante hacia los operadores de justicia promovido por altas autoridades gubernamentales socava la independencia judicial y abre la puerta a intromisiones más graves de otros poderes en el sistema de justicia, que podrían ser legitimadas por la ciudadanía en un futuro cercano. Una justicia equipada, independiente e imparcial es indispensable para combatir al crimen organizado; no al contrario.
Fotografía: Consejo de la Judicatura, Archivo.