El Salvador: acceder democráticamente al poder para anular al Estado de derecho

La llegada de Nayib Bukele a la presidencia de El Salvador generó entusiasmo en algunos sectores y escepticismo en otros, sobre el rumbo por el que podría transitar la joven democracia salvadoreña bajo su mandato. No porque en la campaña presidencial se haya perfilado claramente su rostro autoritario, sino por el estilo heterodoxo, marcado por una estrategia populista, con el que encaró y derrotó a los partidos tradicionales en febrero de 2019. Estilo que provocó dudas y recelos en una parte de la población por su discurso carente de propuestas, pero que le valió la confianza de una amplia mayoría del electorado que lo colocó en tan sólo dos años y dos elecciones consecutivas –una presidencial y otra legislativa– en una posición política favorable para controlar a todo el aparato estatal, como nadie antes la había tenido por las vías institucionales.

Aunque existían antecedentes de comportamiento poco transparentes y prácticas de nepotismo cuando fungió como alcalde de Nuevo Cuscatlán (2012–2015) y San Salvador (2015–2018), no se logró dimensionar la crisis en la que estaría sumergido El Salvador hasta los pocos meses de iniciar su mandato como Presidente. Quizás ingenuamente se cifró esperanzas en la sensatez política que venía acumulando el país desde la firma de los Acuerdos de Paz, en la contención de los mecanismos institucionales de control, así como en la incidencia que podía ejercer la sociedad civil y el acompañamiento de la comunidad internacional. Se esperaba que, como había sucedido en el pasado, estos elementos fueran suficientes para contrarrestar las amenazas que ya se advertían en quien, hasta ese momento, eran tan solo un joven con aspiraciones presidenciales.

Ya en la presidencia del país, en menos de dos años, Nayib Bukele ha logrado –de forma inédita– acumular tanto poder que no le ha sido difícil anular las bases de la institucionalidad democrática, frente a una oposición sin rumbo ni respuestas coherentes y una sociedad civil con limitadas capacidades de reacción.

Lamentablemente, este patrón autoritario que vive El Salvador no es nuevo. Luego de un corto período de resurgimiento democrático que se inició a finales del siglo pasado, en Latinoamérica se ha venido perfilando una tendencia que, con particularidades en cada país, sigue una fórmula común: gobernantes, que luego de ser elegidos democráticamente mediante sufragios libres y universales “se siente[n] habilitado[s] para tomar medidas personalistas, con ribetes autoritarios, especialmente cuando consigue algún freno constitucional o legal para el despliegue de los objetivos de su gobierno, es decir, actúa[n] como un ‘César elegido’”[1].

Lo anterior queda ilustrado, por ejemplo, con los casos de Nicaragua o Venezuela[2], o hace algunos años en el Perú, en donde se usó la vía democrática para acceder al poder y luego se socavó la misma democracia cuando se tuvo el control sobre el aparato estatal. En estos países existe evidencia documentada sobre las debilidades institucionales y las graves violaciones a los derechos humanos, que han provocado los regímenes autoritarios, que han soportado a lo largo de su historia.

Volviendo al caso salvadoreño, en mayo de 2021, Katya Salazar, directora de DPLF advertía que “[s]u primer año de gobierno nos deja[ba] una gran preocupación, porque v[eíamos] un guion conocido en la región, que pon[ía] ‘entre paréntesis’ las reglas del Estado de derecho por ser un obstáculo para la solución de los problemas del país”.

Una amenaza de tal envergadura obliga a poner atención minuciosa a lo que está ocurriendo en este país centroamericano, ya que –como piezas de un dominó– podría provocar peligrosas y hasta irremediables involuciones democráticas en la región.

Siguiendo el manual

No resulta exagerada la metáfora del manual autoritario utilizada para referirse a estas prácticas, que atentan contra el Estado de derecho y que parecen una constante en todos los regímenes de corte autocrático. Aun con matices propios, en El Salvador se ha seguido un “guion” usado por otros gobernantes: ataques a órganos de Estado y anulación de sistema de contrapesos; represión y militarización; persecución e intentos sistemáticos de someter y eliminar a la disidencia; propaganda oficial y compra de conciencias.

Ataques a órganos de Estado y anulación de sistema de contrapesos. El asalto militar a la Asamblea Legislativa del 9 de febrero de 2020 inauguró una secuencia de severos ataques a la institucionalidad, que se han agravado a lo largo de estos meses. En esta misma línea de irrespeto al equilibrio interorgánico, el presidente Bukele ha impulsado acciones como las siguientes:

  • Cooptación del Instituto de Acceso a la Información Pública que ha provocado un grave deterioro en los pocos avances que se había experimentado en transparencia y rendición de cuentas en las instituciones públicas.
  • Sometimiento del sistema de justicia a la voluntad del Órgano Ejecutivo, con la destitución de la y los magistrados de la Sala de lo Constitucional y del Fiscal General de la República, así como la imposición en estos importantes cargos de personas que no han acreditado capacidad, moralidad ni independencia.
  • En el mismo sentido van las reformas a la Ley de Carrera Judicial y de la Orgánica de la Fiscalía General de la República[3], con las que se deja en suspenso la estabilidad laboral de casi un tercio de los jueces y juezas del país, afectando gravemente la independencia judicial[4].
  • Amenaza de incumplimiento o incumplimiento de sentencias judiciales, entre ellas: las de la Sala de lo Constitucional. En este orden, en septiembre de 2020, expresó en su cuenta de Twitter que “NINGUNA resolución está por encima del derecho constitucional a la vida y salud del pueblo salvadoreño”, en respuesta a una sentencia que le obligaba a poner en libertad a decenas de personas que estaban sufriendo detenciones arbitrarias por el confinamiento provocado por la pandemia de COVID-19. A esto se suma el incumplimiento de la orden judicial decretada por el Juez que ventila la causa penal de la Masacre de El Mozote y lugares aledaños, en la que demandaba al Fuerza Armada la inspección de archivos en su poder.  En esa oportunidad el Presidente alegó que el Juez no tenía jurisdicción para hacer las inspecciones a archivos militares.

Represión y militarización. Aunque la militarización de la sociedad, especialmente de la seguridad pública, ha sido una práctica recurrente de todas administraciones presidenciales anteriores; lo cierto es que esta relación se ha agudizado en los últimos dos años, lo cual ha sido denunciado por organizaciones de derechos humanos ante instancias internacionales[5]. Una de las críticas principales es el papel cada vez más predominante que se quiere dar a la Fuerza Armada, pese a que la desmilitarización de la sociedad salvadoreña fue un logro de los Acuerdos de Paz de 1992 y, que organismos internacionales como la CIDH han observado que “las instituciones policiales y militares son substancial y cualitativamente distintas en cuanto a los fines para los cuales fueron creadas, así como en cuanto a su entrenamiento y preparación”.

Sin embargo, en contra de estas y otras recomendaciones de organismos de derechos humanos, en las últimas semanas se ha anunciado oficialmente que el gobierno planea duplicar el número de militares en tareas de seguridad, hasta llegar a la cifra de 40 mil efectivos; así como, un aumento presupuestario al estamento militar. Esta presencia militar ofrece a las autoridades castrenses la oportunidad de incidir en asuntos extraordinarios a sus competencias habituales y hacerse visibles ante la ciudadanía como un actor político legitimado, tal como está plasmado en el proyecto de reformas constitucionales que se ha preparado desde Casa Presidencial, a través del Vicepresidente de la República y, que muy probablemente serán aprobadas en las siguientes semanas por el Órgano Legislativo, dominado por una mayoría calificada (56 de 84 escaños) sumisa al Ejecutivo.

En cuanto a la represión, uno de los momentos en los que se pudo apreciar la capacidad represiva de la que dispone el Gobierno fue durante el confinamiento obligatorio decretado durante el primer semestre de 2020 para combatir la pandemia por COVID–19, cuando se documentaron numerosos abusos policiales y del personal militar.

Perseguir, someter e intentar eliminar a la disidencia. El gobierno ha entendido que toda persona natural o jurídica que no comparta su visión es “enemigo” del pueblo y se le debe combatir. En esta línea, resulta metodológica y comunicacionalmente práctico aglutinar a todos los adversarios en una sola categoría: “los mismos de siempre”; ya que eso le permite focalizar los mensajes en una narrativa concentrada. En este sentido, no es complicado entender que sus ataques se dirigen a una amplia gama de actores a los que etiqueta de forma unificada, ya sean partidos políticos de oposición, medios de la prensa de investigación e independiente, líderes sociales y políticos, entidades académicas, organizaciones de la sociedad civil, comunidades y colectivos populares, organismos de cooperación internacional, etc.; en fin, toda voz que resulte adversa a los planes presidenciales corren el riesgo de entrar en esta categoría de adversarios y ser difamados, descalificados, amenazados o ridiculizados en público.

Propaganda oficial y compra de conciencias. Ante el enfrentamiento abierto con los medios de comunicación, el régimen requiere de un aparato de propaganda que sea capaz de atraer simpatías de la ciudadanía. En El Salvador, esto se ha traducido en el montaje de un sistema de medios oficiales desde los que se intenta moldear una percepción social favorable al Gobierno. Ello se acompaña con una estrategia de comunicación en la que el manejo y explotación de las redes sociales juegan un papel de primer orden.

Todo ello, tiene el objeto de mantener el mayor control posible sobre la información que circula en la sociedad, especialmente la que recibe la población, que en un régimen autoritario como el de Nayib Bukele, requiere unidireccionalidad y unificación en su forma y contenido, y con las menores posibilidades de ser confrontada, lo cual complementa la característica de opacidad que se cierne sobre toda la gestión pública. En este contexto, son explicables los contantes ataques y descalificaciones que reciben medios de comunicación como El Faro, Revista Factum, Gato Encerrado, las radios comunitarias, por citar algunos; así como, el ahogamiento y la desaparición paulatina -en aproximadamente un año- de programas de opinión como Focos TV o la entrevista La República en el Canal 33.

¿Hacia dónde vamos?

La experiencia reciente de Nicaragua y Venezuela, así como de otros países de la región, nos indican hacia dónde se conducen los países que sufren de gobiernos autoritarios, cuyo desenlace previsible es la progresiva pérdida de las libertades y el sometimiento absoluto de la población a los deseos de sus gobernantes. Aunque en El Salvador, aún se goza de ciertas prerrogativas y libertades, éstas están amenazadas si las fuerzas de la sociedad y el acompañamiento de la comunidad internacional no logran imponer la razón sobre el abuso de autoridad, personalizado –especialmente– en el presidente Nayib Bukele, pero asumido fielmente por sus familiares y colaboradores cercanos.

Como en el pasado, la gravedad de la enfermedad antidemocrática podría llevar a un incremento de la represión estatal expresada en detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, violencia sexual, desplazamientos forzados y la instalación de procedimientos que introduzcan las prácticas de torturas o las ejecuciones extrajudiciales –como parte de un esquema generalizado de abuso de las fuerzas policiales y militares–; así como por el surgimiento de aparatos paramilitares. También hay una amenaza al cierre y mayor persecución a periodistas y medios de comunicación alternativos y de investigación, y a la instalación de otros medios de propaganda que reproduzcan exclusivamente la narrativa gubernamental.

La esperanza es que estemos a tiempo y con la energía social suficiente para evitar un desenlace tan oscuro.


[1] Ronald Chacín Fuenmayor. 2019. “El nuevo autoritarismo Latinoamericano: Un reto para la democracia y los derechos humanos (Análisis del caso Venezolano)”. Centro de Estudios Constitucionales de Chile Universidad de Talca, pág. 17. Disponible en: https://www.scielo.cl/pdf/estconst/v17n1/0718-5200-estconst-17-01-15.pdf

[2] CIDH. CIDH presenta sus observaciones y recomendaciones preliminares tras la histórica visita in loco a Venezuela para monitorear situación de derechos humanos. Marzo de 2020. Disponible en: http://www.oas.org/es/cidh/prensa/comunicados/2020/106.asp.

[3] CIDH. Comunicado: La CIDH condena la destitución de magistradas y magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Suprema Corte de Justicia, sin respeto a las debidas garantías e insta a El Salvador a preservar al Estado de derecho. Disponible en: https://www.oas.org/es/cidh/jsForm/?File=/es/cidh/prensa/comunicados/2021/110.asp

[4] Un reciente fallo de una cámara de familia suspendió el Decreto Legislativo que ordena el retiro de estos/ funcionarios/as judiciales por lo que, de momento, esta medida estaría en suspenso hasta que no se conozca si las autoridades obligadas por este fallo, apelarán esta decisión judicial. Más detalles: en “Cámara ordena no aplicar reformas a Ley de la Carrera Judicial”. Publicado el 23 de septiembre. ARPAS. Disponible en: https://arpas.org.sv/2021/09/camara-ordena-no-aplicar-reformas-a-ley-de-la-carrera-judicial/

[5] El Salvador: Represión y militarización de la seguridad pública. 177 período de audiencias de la CIDH. Nota de DPLF disponible en:  http://www.dplf.org/es/event/audiencia-el-salvador-represion-y-militarizacion-de-la-seguridad-publica.  Vídeo disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=WAKyx1mjEN4&list=PL5QlapyOGhXvSpI6KjULe1js4rkzIlZdd&index=10

[22] Asociación de Radiodifusión Participativa de El Salvador (ARPAS). “Comunicación: Derecho violentado”. Publicado en 4 junio de 2021. Disponible en: https://arpas.org.sv/2021/06/comunicacion-derecho-violentado/.

*Oficial de Programa de DPLF, basado en El Salvador.

Foto: AP Photo/Salvador Melendez.