Hace 200 años, en 1824, el primer Constituyente de una naciente república se reunió para construir la primera Constitución del México Independiente. En esa época, la población indígena era mayoritaria en el territorio nacional y conservaba buena parte de sus instituciones, sistemas normativos y cultura propias. Sin embargo, pueblos y comunidades indígenas fueron excluidas del pacto fundacional de la nación mexicana.
Dos siglos después, el 30 de septiembre de 2024, se publicó la reforma a la Constitución mexicana en materia indígena, que podría ser la más trascendente de las tres reformas realizadas en el país en la etapa contemporánea. La primera reforma, en 1992, reconocía que México es una nación pluricultural sustentada en sus pueblos indígenas. La segunda, en 2001, reconoce un conjunto de derechos, pero se establecen en el mismo texto candados para su implementación. En este artículo revisamos algunos de los avances, pendientes y riesgos de la reforma actual.
Los avances
Como lo explicó Ferdinand Lassalle en ¿Qué es una Constitución? (2012, Editorial Ariel), las normas constitucionales son más políticas que jurídicas, ya que establecen la manera en que se ejerce el poder y representan las relaciones de poder entre los grupos sociales que componen el Estado-nación.
No de otra manera ha sido en las constituciones de México (1824, 1857 y 1917) que excluyeron la presencia de pueblos y comunidades indígenas, negándoles derechos. Por tanto, reconocer ahora el carácter de sujetos de derecho público es un cambio sustancial en la relación Estado-pueblos indígenas.
Sujetos de derecho público, piedra angular de la reforma
En la historia mexicana, las políticas estatales hacia los pueblos indígenas en estos dos siglos van desde la eliminación física y cultural hasta la “integración” a lo que la cultura dominante considera “desarrollo”. Las políticas fueron diseñadas para sacar a la población indígena de su “atraso”, con una perspectiva racista, paternalista y colonizadora. Los indígenas han sido considerados como pobres, no reconociéndolos como culturas diferentes, menos aún como sujetos colectivos políticos, sociales, jurídicos.
En la reforma constitucional de 2001 se dio un paso trascendental con el reconocimiento del derecho a la libre determinación indígena, pero, en el mismo artículo 2º, se estableció una gran contradicción al señalar que son sólo entidades de interés público. Esto es, se reconoce el derecho madre y luego se le convierte en nugatorio en la práctica. De ahí la trascendencia de la reforma de 2024 que elimina esa limitación al derecho a la libre determinación y autonomía, con lo cual se abre un amplio espectro de posibilidades para su ejercicio.
Otra limitante de la reforma de 2001 fue que determinaba que “las constituciones y leyes de las entidades federativas establecerán las características de libre determinación y autonomía”, lo que condujo a un reparto discrecional y desigual del reconocimiento. Así, mientras entidades federativas como Oaxaca o la Ciudad de México avanzaron sustancialmente en el reconocimiento de derechos, otras como Baja California o Tamaulipas resistieron sistemáticamente cualquier avance y es recientemente que los incorporan a sus legislaciones estatales.
Por eso el reconocimiento como sujetos de derecho público pone en otro estadio –lo quieran o no los gobiernos– esa relación. Ello puede complementarse con una lectura más amplia de otros derechos que la reforma reconoce: la jurisdicción indígena, el derecho al desarrollo propio, la consulta y el consentimiento, la definición de presupuestos, el hábitat, entre otros.
Soluciones prácticas
Los impactos de esta reforma deben ser amplios. Por ejemplo, comunidades indígenas enfrentan la falta de recursos para obras de infraestructura o la atención de necesidades locales. Al ser México una república federal, la figura reconocida en la Constitución como base de su organización es el Municipio Libre, instancia a la que se canalizan recursos que, en teoría, deben ser para la sede del gobierno municipal (comunidad cabecera) y todas las localidades submunicipales que lo integran y a las cuales se les asigna un rango político/administrativo, cuya denominación varía en cada entidad federativa: agencias municipales y de policía en Oaxaca, tenencias en Michoacán y comisarías en Guerrero, entre otros
Muchas de estas comunidades submunicipales son indígenas, las cuales exigen una distribución justa de los recursos que llegan a la hacienda municipal y, en ejercicio de su libre determinación y autonomía, su administración y ejecución directa. Algunos de estos casos, particularmente en Oaxaca que desde 1995 reconoce la autonomía política indígena, se ha visibilizado en procesos electorales por sistemas normativos internos.
Las respuestas estatales han negado la posibilidad de administración directa de los recursos –aunque en la práctica decenas lo hagan de facto. El argumento que esgrimen es que tal situación no es posible, pues las comunidades indígenas no son sujetas de derecho público, no son fiscalizables o carecen de personalidad jurídica para administrar recursos públicos.
En entidades como Oaxaca esta conflictividad aunada a otros factores (conflictos agrarios, búsqueda de control político, etcétera) ha derivado en violencia, muerte y ruptura del tejido social.
En 2017, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) –en tres sentencias de gran relevancia: Matatlán vs San Pablo Güilá; Ixtlán vs 12 agencias municipales; Tataltaltepec vs Tepenixtlahuaca– modificó diametralmente el criterio que mantuvo durante casi 20 años. El Tribunal reconoció que en Oaxaca hay municipios que se integran por distintas comunidades autónomas entre sí, cada una elige a su propio gobierno comunitario y, por tanto, el Ayuntamiento es sólo el gobierno de la comunidad cabecera. Por tanto, el TEPJF señala expresamente que, independientemente de su categoría administrativa, las comunidades indígenas tienen los mismos derechos y obligaciones; un reconocimiento expreso a su autonomía.
Sin embargo, estas resoluciones son desestimadas por los gobiernos estatales con los argumentos señalados, pese a que en Oaxaca, desde 1998, la Constitución local las reconoce como sujetos de derecho público. Ante ello, las instancias gubernamentales adicionan que los recursos provienen del gobierno federal y para éste las comunidades son apenas de interés público. La actual reforma elimina ese pretexto.
Los ejemplos se suceden en distintos ámbitos de la vida pública (municipal, territorial, agraria, etcétera). La reforma es, por tanto, un punto de quiebre. En adelante debe construirse, necesariamente, una relación distinta entre el Estado y los pueblos y comunidades indígenas y afromexicanas.
Los pendientes
La reforma no considera dos temas centrales para los pueblos y comunidades indígenas:
a. El territorio. La Alianza por la Libre Determinación y Autonomía (ALDEA) emitió un posicionamiento que tituló Sin territorio no hay autonomía que sintetiza el significado de ese derecho y de su ausencia en esta reforma .
Todo indica que son al menos tres los factores para no reconocer el territorio indígena: 1) la concepción decimonónica del territorio ligado a la unidad nacional, que no reconoce otra soberanía (aun cuando no fuese ese el sentido ni de la demanda indígena, ni de la posibilidad de concreción constitucional); 2) ligada al anterior, el temor de que pudiese presentarse una “balcanización” del país, esto es, regiones que se convirtieran en ínsulas autonómicas desagregadas del Estado-nación; 3) intereses de grandes capitales o de posiciones neoliberales que ven el riesgo de no poder concretar sus proyectos extractivos.
Sin embargo, hay precedentes de que los temores de romper con la unidad nacional son infundados. En Oaxaca, 16 comunidades aglutinadas en el Coordinadora de Pueblos Unidos para el Cuidado y la Defensa del Agua (COPUDA) obtuvieron, en 2019 después de un lago proceso de consulta, el reconocimiento de su categoría como sujetos de derecho público –que les había sido denegado previamente– y, lo central, el reconocimiento a su derecho a coadministrar los mantos freáticos. Un hito en Latinoamérica que un Estado-nación reconozca a los pueblos indígenas derechos sobre el subsuelo.
Otro avance es el Decreto por el que se reconocen, protegen, preservan y salvaguardan los lugares y sitios sagrados y las rutas de peregrinación de los pueblos indígenas Wixárika, Náayeri, O’dam o Au’dam y Mexikan, que define y protege como lugar sagrado el espacio físico y natural en el cual los pueblos indígenas establecen vínculos y relaciones con sus deidades y ancestros por medio de rituales y ceremonias. Buena parte de estos lugares fueron privatizados o han quedado fuera de los territorios en que hoy los pueblos se asientan.
También hay resoluciones jurisdiccionales, como la que reconoce a la comunidad rarámuri Bosques de San Elías Repechike, su derecho al territorio no como bienes comunales o ejidales, sino como pueblo indígena. Sentencia que advierte la inexistencia de un mecanismo jurídico que permita reivindicar la propiedad a las comunidades indígenas de las tierras que constituyen su propiedad ancestral (Juicio de amparo 642/2018).
Por eso el gran pendiente es el territorio. No basta con la voluntad política de un gobernante que reconozca algunos derechos territoriales, por el contrario, se requiere de una estructura constitucional y normativa que los garantice. Porque el mismo poder Ejecutivo que reconoce derechos a la COPUDA, a los lugares sagrados y recupera territorios para los pueblos –como ha sucedido al amparo de los Planes de Justicia en los casos Yaqui y Wixárika–, es el que impugna sentencias como la de El Bosque, por vía de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat).
b. La representación política. Pueblos y comunidades indígenas no tienen, como lo dicta el Convenio 169, representantes elegidos de acuerdo con sus propias normas y procedimientos. Aunque merced a la reforma indígena de 2001 se han establecido medidas afirmativas para obligar a los partidos políticos a postular a personas indígenas en sus candidaturas, con el supuesto de que así se podría garantizar la presencia indígena en el poder legislativo, no ha sido así. En el mejor de los casos, personas indígenas han llegado al Congreso de la Unión y algunos congresos estatales, pero se ven acotados y disciplinados con los partidos que los postularon, votan de acuerdo con sus proyectos partidistas no con la agenda indígena –que, además, no necesariamente comparten. Por tanto, están lejos de representar a pueblos y comunidades, en los hechos es sólo un reconocimiento a la población indígena, esto es, se individualiza el derecho colectivo.
En la experiencia reciente, el escenario ha sido peor, pues hay diputados que obtuvieron las curules usurpando la identidad indígena, con la complicidad de los partidos políticos que los postulan.
Los retos y riesgos
El pasado 2 de octubre, ya con la nueva reforma constitucional publicada, la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió un caso entre una agencia municipal, San Andrés Lachitá, y el Ayuntamiento de San Melchor Betaza, por el tema de la administración directa de los recursos. El proyecto de sentencia avalaba ese derecho, que ya tiene antecedentes de reconocimiento en la Sala de Justicia Indígena de Oaxaca y en la Constitución de esa entidad, en la legislación del estado de Michoacán y en resoluciones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Pese a ello, el proyecto fue rechazado en una votación de tres en contra y uno a favor.
Ese ejemplo, muestra los retos y riesgos que conlleva la implementación. No es un caso aislado, ya en otras resoluciones la Corte no hace sino resolver a partir de derechos en materias específicas, eludiendo el contenido del 2º constitucional. Esto se aprecia con claridad en la resolución respecto a las “presidencias de comunidad”, una figura histórica en el estado de Tlaxcala con la cual las comunidades indígenas incorporan representantes en el Ayuntamiento (gobierno municipal) y que la Corte determinó su inconstitucionalidad porque no se encuentra considerada en el artículo 115 constitucional.
En la sentencia se argumenta que la interpretación tiene que ser sistemática en relación con otras normas constitucionales y se revisan los artículos 45 y 116, que hablan de la forma de elección de los ayuntamientos y de las facultades de las legislaturas locales para normar a la institución municipal. No revisan, en cambio, el artículo 2º constitucional, que desde 2001 establece el derecho de las comunidades indígenas de contar con representantes en los gobiernos municipales).
El reto y el riesgo de la implementación, por tanto, conduce a tres rutas:
– La vigilancia de cómo se establecerán los instrumentos en la legislación secundaria para hacer eficaz lo que se reconoce en la Constitución; que no sea pretexto para volver a poner candados que ya se quitaron, o buscar establecer nuevos obstáculos al ejercicio de los derechos reconocidos.
– La necesidad de la transversalización del enfoque de derechos, el pluralismo jurídico y la interculturalidad en todas las estructuras estatales. Segmentar o acotar estos derechos reconocidos a ámbitos específicos, puede dejar intocada la brecha de implementación que Rodolfo Stavenhagen define como la distancia que separa lo que dice la ley de lo que se hace en la práctica.
– Para las comunidades indígenas es oportunidad de que sus praxis autonómicas pasen de lo comunitario a lo regional, que el contenido de los derechos no se ejerza y agote en sus fronteras locales, ni se convierta en disputas internas –como en el caso de los recursos públicos–, sino que establezcan acuerdos y les permita una etapa distinta de exigencia frente al Estado. La cobertura jurídica que construye la reforma constitucional para ejercer esos derechos se amplía en gran medida.
La reforma constitucional en materia indígena es un acto de elemental justicia para los pueblos indígenas de hoy. No resarce ninguna deuda, pero es insoslayable reconocer derechos a quienes no sólo defienden su identidad cultural, sino que al tiempo son guardianes de la biodiversidad y los bienes naturales que benefician a todo el país. Defensa que la hacen en las peores condiciones normativas.
Cierto, la reforma no es la panacea que remediará todos los males y problemas de las regiones indígenas, pero los pueblos y comunidades contarán con nuevos y mejores instrumentos para la defensa y ejercicio de sus derechos.
Créditos de la foto: Víctor Leonel Juan Martínez.