El pasado 25 de febrero, el onceavo juzgado constitucional de la Corte Superior de Justicia de Lima, en un hecho sin precedentes en la historia del Perú, reconoció el derecho a una muerte digna de Ana Estrada. Ana, quien a sus 44 años padece de una enfermedad muscular en etapa avanzada, es la primera peruana que solicita al Estado ejercer su derecho, y consecuentemente, acceder a un procedimiento médico de eutanasia, cuando ella así lo requiera. A nivel latinoamericano, solo Colombia cuenta con una declaración similar. En 1997, de manera contundente, despenalizó para ciertos casos el delito de homicidio piadoso, reconoció este derecho y lo posicionó como un asunto de derechos humanos (sentencia C-239).
El caso de Ana no sólo es una conquista judicial, sino política y social que cruza fronteras. La muerte digna, tema que ha sido históricamente (y lo sigue siendo) tabú en una sociedad y en una región mayoritariamente católica, ha sido colocado como agenda pública. En el Perú, el debate sobre la vida y la muerte ha sido abordado ampliamente en los medios de comunicación, en las aulas universitarias, en eventos académicos, en los hospitales y otros ambientes de salud, en las reuniones familiares, y hasta en el Congreso de la República, donde ya hay un proyecto de ley que busca despenalizar y legalizar la eutanasia[i].
Pasar de percibir la libertad de decidir sobre nuestro proceso de muerte como un delito, a entenderlo como un derecho, requiere un cambio radical en nuestra valoración del comportamiento. Exige desterrar estigmas, despejar dudas, poner a un lado las convicciones personales o religiosas, aprender que la muerte es parte de la vida, entender y empatizar a quienes piden respetar su derecho. La ley, por sí sola, no cambiará esta percepción. De ahí, la importancia de hacer pedagogía sobre la muerte digna que trascienda los pasillos del Poder Judicial. La historia de Ana conmueve y facilita que nosotros podamos hablar de ello. Empiezo, entonces, por ahí, para compartir luego unas reflexiones sobre este histórico fallo y entender los alcances de este derecho emergente que se abre paso en el Perú y en, cada vez más, países del mundo[ii].
Ana
Ana Estrada se define como una activista de su derecho a una muerte digna, y una defensora y guardiana de su libertad. Hoy, su nombre es sinónimo de lucha, resiliencia, coraje y fortaleza. Es una mujer defensora de los derechos humanos que, en su lucha por la defensa de los suyos, ha peleado por los de todos. A sus 12 años, le diagnosticaron polimiositis, una enfermedad muscular degenerativa, progresiva e incurable que va debilitando sistemáticamente sus músculos. Intentó de todo para frenar su avance, pero no se pudo. Hoy, a sus 44 años, esta ha paralizado casi todos los músculos de su cuerpo. Como es humano, quiere evitar el sufrimiento que afrontará al final de sus días, y por ello, busca tomar el control sobre su vida.
No podría resumir la historia de Ana en tan pocas líneas. Pero los invito a leer su blog[iii] y la demanda de amparo[iv], donde encontrarán más de su biografía, su enfermedad, sus intereses, deseos y filosofía de vida. Pero si hay algo importante que destacar aquí es que su lucha no es reciente. Lleva años lidiándola en silencio. Un episodio clave en su vida la llevó a emprenderlo. “Yo morí aquel día que fui internada en el hospital Rebagliati. Perdí todo lo que había construido, perdí mi vida. Todo me recordaba a mi vida anterior. Era un duelo. Yo había perdido a alguien que era a mí misma. Esa frase que tanto se usa de estar muerte en vida es real”. Estas palabras de su blog relatan su estadía en 2015, cuando fue internada seis meses en cuidados intensivos e intermedios, por complicaciones respiratorias. Ahí conoció de primera fuente lo que significa el dolor intolerable físico y mental, que hoy quiere evitar.
Desde entonces, Ana buscó entre las alternativas disponibles, la manera de evitar ese cruel desenlace. Que un tercero la asista es delito en Perú: sea si le practica la eutanasia, o le da los insumos para ella poner fin a su vida (ayuda al suicidio[v]). Pensó hacerlo en la clandestinidad, pero no lo hizo. Nunca se ha caracterizado por hacer las cosas así y no quería poner en riesgo a su familia. Además, ¿por qué un Estado tendría que condenar a alguien a morir de esa manera: triste, lúgubre, solitaria? ¿Por qué criminalizar a quien no es más que el brazo ejecutor de la voluntad que uno no puede materializar? Ser activista por su propia causa no es una decisión que tomó de un día para otro. Lo hizo tras una profunda reflexión de años que la llevó en 2019 a abrir un blog y a usar la palabra como medio para sensibilizar a otros de su lucha, quizás sin pensar en la concatenación de eventos que, como un efecto dominó, desembocó en el histórico fallo de hace unos días.
La demanda y el fallo
La batalla personal de Ana se volvió judicial en octubre de 2019 cuando la Defensoría del Pueblo asumió su caso. Ahí empezó un trabajo en equipo meticuloso, dedicado y constante, en el frente legal y mediático. Tres meses después, fue presentada la demanda de amparo a su favor con el fin de inaplicar el artículo 112 del Código Penal, que sanciona como delito la eutanasia. De esa manera, se garantizarían los derechos fundamentales que le asisten, vulnerados y/o amenazados por la norma. Esto es, a una muerte en condiciones dignas, a la dignidad, a una vida digna, al libre desarrollo de su personalidad y a no ser sometida a tratos crueles e inhumanos. El objetivo era que Ana pudiera acceder al procedimiento médico de la eutanasia cuando ella así lo necesite, sin que nadie sea perseguido penalmente por ello. Se pidió también ordenar al Estado -en este caso, Essalud[vi] y Ministerio de Salud- a establecer todas las medidas requeridas para llevarlo a cabo de la manera más segura.
Con la pandemia de telón de fondo que ralentizó los procesos judiciales, y tras una serie de escritos presentados para acelerarlo, un año después, el juez Jorge Ramírez Niño de Guzmán, convocó a una audiencia virtual donde las partes involucradas en el proceso sustentaron su informe oral. Durante 10 minutos, Ana tuvo la oportunidad de dirigirse al juez, contarle las razones que la llevaron a emprender este camino y hacer escuchar su voz, tantas veces, silenciada o malinterpretada. Esa tarde, el Perú entero la escuchó. Y, casi dos meses después, el tribunal resolvió a su favor a través de un fallo que la opinión pública, de manera uniforme, ha calificado de ‘histórico’. Por si no fuera poco lo ganado hasta ahí, la sentencia de primera instancia, en un acto que desafía cómo han venido desempeñándose los procuradores públicos en casos de DD. HH, no fue apelada por ninguna de las partes demandadas (algo igualmente nunca visto).
El Poder Judicial aceptó casi todos los pedidos de la demanda, salvo el de extender el protocolo que se realizaría para Ana a casos similares (aunque no desarrolló los motivos para ello). Ordenó, así, a Essalud y al Ministerio de Salud respetar la decisión de Ana y disponer las medidas para viabilizar la eutanasia cuando ella así lo decida. Si bien hay algunos puntos discrepantes, desde mi punto de vista, la sentencia está, en lo general, bien sustentada. Destaco aquí algunas ideas.
Lo primero a recoger es que el fallo ratifica el rol de las y los jueces como garantes de la Constitución, y la obligación que tienen de administrar justicia (que no es lo mismo que aplicar la ley) frente a vacío o deficiencia de la ley[vii]. Ello, al punto de que están obligados[viii] a inaplicar esta si es contraria a la Carta Magna (control difuso), esto es, si vulnera y/o amenaza derechos fundamentales. Ello as así, aun si se trate de derechos no expresamente recogidos en la Constitución, como son los innominados o implícitos del artículo 3[ix], como es el derecho a una muerte digna. Ejemplos que encajan en esta categoría hay de sobra: derecho a la verdad, a la alimentación, al agua, a una vida libre de violencia, etc.
Otro punto que destacar del fallo es que reconoce que la dignidad humana está por encima de la vida (biológica), lo que se condice con el artículo 1 de nuestra Constitución; he ahí el fin supremo del Estado. Esto nos lleva a una comprensión biográfica, antes que biológica del derecho a la vida, en el que no sólo nos asiste al derecho a que no se nos prive arbitrariamente de ella, sino que se nos brinde condiciones mínimas para desarrollarnos en libertad: “por encima de la vida biológica, lo que el Estado protege y promueve es la dignidad de la persona, su libertad” (fundamento 150). Bajo ese prisma, indica el fallo, “existe un derecho a una vida digna y consecuentemente a una muerte digna” (fundamento 180).
No obstante, el juez no le da la categoría de derecho fundamental, sino de “libertad constitucionalmente limitable”, pues indica que “no podría ser promovida [por el Estado], en tanto que podría afectar la libertad de ejercerla” (fundamento 181). Más allá de que, ni la “promoción” define, en esencia, lo que es o no un derecho fundamental[x], ni que algo sea un derecho fundamental significa que no pueda ser legislativamente limitable (ej. derecho a la participación política o a la huelga), el juez entra aquí en una contradicción. Si bien inicialmente distingue el suicidio, al que define como “libertad fáctica” (fundamento 154), de la muerte digna, a la que señala como una “condición especial” donde entran en juego otros derechos fundamentales como la libertad y la autonomía, al final, los termina equiparando: “el suicidio asistido, debe considerarse como una libertad constitucional legislativamente limitable, posición distinta a la posición de la demandante que solicita se considere como un Derecho Fundamental” (fundamento 159).
Lo mismo ocurre con la eutanasia[xi]. A pesar de que, el fallo advierte que compartirá las definiciones de la demanda de la Defensoría del Pueblo (fundamento 114), las contradice, al decir que en la eutanasia “no importa o se presume la voluntad del sujeto pasivo” (fundamento 163). Es decir, obvia la definición ahí ofrecida -y en parte, reconocida por la Corte Constitucional de Colombia, por ejemplo[xii]-, de la eutanasia como “la intervención de un/a profesional médico que, a petición expresa del paciente, que padece de una enfermedad incurable, realiza una acción dirigida a producir su muerte y así poner fin a sus dolores”. La eutanasia es, pues, una alternativa a través de la cual, el titular de la vida puede intervenir en su proceso de muerte, pero no la única. Es decir, la relación entre derecho a una muerte digna y eutanasia es una de género-especie, respectivamente. Otras formas de intervenir en este proceso incluyen la limitación de esfuerzo terapéutico[xiii], o los cuidados paliativos[xiv] -llamado también ‘ortotanasia’.
Estas contradicciones no mellan la solidez y trascendencia de un fallo que, por primera vez, en el Perú reconoce que la muerte digna es un derecho, que puede ejercerse a través de la eutanasia y que, bajo presupuestos excepcionales, la conducta del tercero -en este caso, la o el médico- que asiste a una persona a ejercer dicho derecho no es, consecuentemente, un delito. Ello, pues, además, una prohibición absoluta de este comportamiento termina afectando desproporcionadamente el ejercicio de otros derechos fundamentales vinculados que el Estado está, sin lugar a cuestionamientos, obligado a respetar, proteger y garantizar, como la vida digna de principio a fin, la prohibición de someterlos a tratos crueles e inhumanos -la contracara del derecho a la integridad física y mental-, la dignidad y la autonomía individual.
La tenacidad, el coraje y la historia personal de Ana ha cruzado fronteras y ha sensibilizado a la opinión pública nacional e internacional. El fallo a su favor, incluso, ha recibido el respaldo del Presidente de la República del Perú, la Primera Ministra, los Ministros de Salud y Justicia, e incluso, los procuradores de estas últimas entidades y de Essalud -las partes demandadas-, que decidieron no apelar la sentencia. No obstante, al haberse ejercido control difuso de una ley penal, acorde al artículo 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial[xv], este deberá aun ser elevado a consulta a la Sala Constitucional y Social Permanente de la Corte Suprema, que revisará si esta potestad se practicó adecuadamente; lo que confío, se confirmará.
Ello significa que aun hay que esperar la decisión de la Corte Suprema para que, una vez firme la sentencia, el poder de decidir cuándo morir, transite finalmente de estar ubicado en las manos del Estado a las manos de Ana. Aquí cabe recordar que ella ya manifestado públicamente que no quiere morir ni hoy ni mañana. Sin embargo, contar con este fallo ya es una garantía que le permitirá, incluso sobrellevar mejor la enfermedad. Como bien ha destacado en varias oportunidades, antes que la misma enfermedad, la fuente principal de sus sufrimientos radica en una ley penal que se arroga la titularidad de su propia vida.
En otras palabras, el reconocimiento de este derecho le otorga la seguridad de que, llegado el momento, ella podrá decidir libremente dejar de resistir los dolores físicos y/o psicológicos que hacen indigno, para ella, seguir prolongando su existencia. La incertidumbre y el miedo de un desenlace tortuoso a futuro es también una fuente de agonías. No lo ven así quienes no entienden de qué va el derecho a una muerte digna. Para unos, incluso, es un oxímoron porque la ‘muerte’ -palabra que les suscita un rechazo automático-, dicen, nunca puede ser ‘digna’. Esta mirada, sin embargo, concibe que la muerte es algo ajeno a nosotros, que es un instante, y no, más bien, un proceso y el corolario de nuestras vidas. Sólo si lo vemos así, podemos entender que esta lucha es una por vivir en dignidad hasta el final de nuestros días.
Un Derecho Humano Emergente
Con el caso de Ana Estrada, el Perú se convierte en el segundo país a nivel latinoamericano en reconocer judicialmente el derecho a morir dignamente y autorizar la eutanasia para garantizarlo[xvi]. Primero fue Colombia en 1997, que se adelantó a la región y al mundo. En Chile, Cecilia Heyder, una mujer defensora de derechos humanos que batalla contra el cáncer ha demandado igualmente al Estado chileno, mediante un recurso de protección, el reconocimiento de su derecho a decidir cuándo poner fin a su vida. Al igual que en Perú, la vía judicial camina de la mano de la legislativa, y ya se ha presentado en la Cámara de Diputados un proyecto de ley que busca legalizar este derecho.
A diferencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en nuestra región nunca un caso sobre muerte digna o eutanasia ha llegado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Ni siquiera a la Comisión. Aunque la jurisprudencia interamericana ha reconocido ampliamente derechos humanos vinculados a ella, el concepto de ‘muerte digna’ ha permanecido largamente ausente. De ahí que esta sea una oportunidad para abrir paso a un debate latinoamericano hacia lo que merece ser reconocido como un derecho humano emergente. Esto es, una categoría jurídica nueva que implica una reinvención y reinterpretación de los valores que inspiran los DD. HH originados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, y reconocidos ampliamente en nuestros sistemas universales y regionales.
Ello parte de aceptar que el catálogo de DD. HH no es una lista cerrada, y que ha de dar respuesta a las “nuevas necesidades de la población” (especialmente, aquellas invisibles de las poblaciones oprimidas y sumergidas”) y a “las actuales transformaciones sociales[xvii]”. Esto incluye innovaciones tecnológicas, el cambio climático, la pobreza, la discriminación, la globalización, entre otros. Desde la sociedad civil global, la Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes, que incluye el derecho a una muerte digna (aunque en términos únicamente de eutanasia “pasiva”), es un documento aspiracional no vinculante que busca orientar la agenda pública de los gobernantes hacia esta dirección[xviii]. Aunque la muerte no es una situación novedosa que justifique la emergencia de este derecho, como indica Correa:
“Es su intersección con la longevidad de la población, un reto ciertamente actual, junto con los avances en tecnologías en salud, los que han hecho posible hacerse estas preguntas sobre el fin de la vida y catalizar el cambio social que justifica una nueva categoría normativa. Vivimos más tiempo, accedemos a mejores y más sofisticados servicios en salud que nos permiten saber qué tenemos y qué podemos hacer. Pero no siempre esto significa querer alargar la vida y la existencia biológica a toda costa. La emergencia del derecho a morir dignamente permite reinterpretar y contestar la idea, afincada en el imaginario colectivo, según la cual, la vida es un tesoro que debe siempre ser vivida y que su fin debe llegar por causas naturales.[xix]”.
Estas consideraciones se inscriben “en un proceso más amplio de regulación de la práctica y la investigación médicas estatal, en el que la emergencia y desarrollo de la bioética tiene un lugar preponderante, y en la judicialización de diferentes aspectos de la vida y las relaciones sociales que antes eran reguladas de manera informal y en el ámbito privado[xx]”. En otras palabras, lo que antes era casi exclusivamente una prerrogativa de las y los médicos, decidir o no prolongar una vida, y ‘evitar’ su muerte, ha pasado a ser hoy disputado por abogados y jueces, y principalmente, por los mismos pacientes y familiares. Todo ello, acorde al énfasis que va ganando la autonomía de los pacientes para decidir sobre asuntos vinculados a bienes de los que es titular, como su salud y vida. Este giro de percepción lo explica Ana en sus palabras: “cuando yo estuve en UCI, sentí que hacían con mi cuerpo y con mi vida lo que tenían que hacer, sin preguntar; [entonces] me aferré a defender y recuperar [mi derecho a tomar mis decisiones sobre mi cuerpo][xxi]”.
El derecho a una muerte digna implica la libertad de cada uno de decidir sobre su proceso de muerte, y eso pasa por entender que la vida -que va más allá de la subsistencia vital- es un derecho, y no una obligación. Implica también concebir que la dignidad tiene una faz de autopercepción -como indica bien el fallo-, y que no es posible medirla desde afuera, como si unas vidas fueran más dignas que otras de ser vividas. De lo que se trata aquí es de promover la autonomía de las personas de decidir sobre tan importante capítulo de sus vidas, cuando prolongar su existencia se vuelve una forma de trato cruel e inhumano para sí. ¿Quién más autorizado para hacer esa valoración que quien vive o vivirá en carne propia los dolores que se padece? Criminalizar la intervención de terceros que contribuyan a materializarlo no sólo genera consecuencias indeseadas vinculadas a la clandestinidad de esta práctica y a los riesgos que derivan de ello, sino que esta indiferencia se traduce en una instrumentalización del ser humano que, en nombre de intereses de mayor relevancia social, lo desconocen como ser capaz de gobernar su propia vida.
Reflexiones Finales
“Soy libre. Mi lucha siempre fue la defensa por derecho a elegir”, escribió Ana el 02 de marzo en su cuenta de Twitter, tras conocer que los procuradores del Estado no apelarían el fallo a su favor. A diferencia de lo que muchos creen, el derecho a la muerte digna no es una apología a la muerte. La muerte es un proceso del que no podemos rehuir y todos eventualmente tendremos que encararla. La muerte digna es la otra moneda de la vida digna de principio a fin, y del derecho de cada uno de elegir el cómo, cuándo y dónde morir, acorde a sus convicciones, intereses y cosmovisiones personales. Como dice Dworkin, “obligar a alguien a morir de una manera que otros aprueban, pero que es para uno una horrenda contradicción de su vida, es una devastadora y odiosa forma de tiranía[xxii]”.
No hay mejor manera de proteger el derecho a la vida (digna) que fortaleciendo la libertad real de cada uno de dirigirla. Esto es, de respetar (no criminalizar) y garantizar (brindar las condiciones para ejercerla) el derecho de elegir cómo intervenir en nuestro proceso de muerte. Más aun, si la decisión de nuestro diseño de vida -que pueda no ser compartido por una mayoría-, responde al legítimo interés de cada uno de evitar el dolor y el sufrimiento que origina prolongar su existencia. Reconocer a las personas el derecho a una muerte digna implica, entonces, la posibilidad de exigir al Estado brindar las medidas para materializarla de la manera más segura posible. Esto incluye dar información sobre las alternativas existentes (incluidos, los cuidados paliativos), a efectos de garantizar que el consentimiento ofrecido a la opción elegida sea libre, expreso e informado, dar acompañamiento a los familiares sobre lo que significa esta decisión, respetar la objeción de conciencia de los médicos, entre otros.
Hoy que la pandemia de la Covid-19 ha llegado para revelarnos la inmensa fragilidad de nuestras existencias, urge generar una mayor consciencia de la importancia de tomar una decisión informada sobre nuestro proceso de muerte. De la misma manera en que conversamos, sin tapujos, sobre nuestros deseos o no de ser donadores de órganos, es necesario igualmente compartir nuestra visión sobre cómo queremos escribir el último capítulo de nuestras vidas. El caso de Ana Estrada ha hecho y seguirá haciendo historia en el Perú y, me atrevo a decirlo, en la región y en el mundo. Depende de nosotros naturalizar y mantener latente un tema que, conforme pasa el tiempo, empieza a concebirse como lo que es: un asunto vital de derechos humanos.
*Abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Candidata a Magíster en Criminología por la Universidad de Cambridge, Reino Unido. Periodista y miembro de Grupos de Investigación de Derechos Humanos (Pridep) y Derecho Penal y Criminología (Gripec). Parte del equipo legal del caso Ana Estrada en la Defensoría del Pueblo
Foto: Jessica Alva
[i] Proyecto de Ley N. 6976/2020-CR. En: http://www.gacetajuridica.com.pe/docs/PL06976-20210121(1).pdf
[ii] La muerte asistida, sea en su forma de suicidio asistido o eutanasia está reconocida en Colombia, Países Bajos, Suiza, Luxemburgo, Bélgica, Canadá y algunos Estados de los Estados Unidos como Oregon, Washington y California. Entre 2019 y 2020, por la vía judicial, se han dado pronunciamientos de tribunales constitucionales a favor del mismo, como en Italia, Alemania, y a nivel legislativo, está por aprobarse en España y en Portugal. Finalmente, Nueva Zelanda lo aprobó mediante referéndum y la ley entrará en vigencia en noviembre del 2021.
[iii] https://anabuscalamuertedigna.wordpress.com/
[iv] https://www.defensoria.gob.pe/wp-content/uploads/2020/02/Demanda-caso-Ana-Estrada.pdf
[v] Código Penal del Perú. Artículo 113.- El que instiga a otro al suicidio o lo ayuda a cometerlo, será reprimido, si el suicidio se ha consumado o intentado, con pena privativa de libertad no menor de uno ni mayor de cuatro años.
[vi] Essalud es el Seguro Social de Salud del Perú.
[vii] Constitución Política del Perú, 1993. “Artículo 139. Son principios y derechos de la función jurisdiccional. (…)
8. El principio de no dejar de administrar justicia por vacío o deficiencia de la ley. En tal caso, deben aplicarse los principios generales del derecho y el derecho consuetudinario.
[viii] Constitución Política del Perú, 1993. “Artículo 138°.- La potestad de administrar justicia emana del pueblo y se ejerce por el Poder Judicial a través de sus órganos jerárquicos con arreglo a la Constitución y a las leyes.
En todo proceso, de existir incompatibilidad entre una norma constitucional y una norma legal, los jueces prefieren la primera. Igualmente, prefieren la norma legal sobre toda otra norma de rango inferior.
[ix] Artículo 3°.- La enumeración de los derechos establecidos en este capítulo no excluye los demás que la Constitución garantiza, ni otros de naturaleza análoga o que se fundan en la dignidad del hombre, o en los principios de soberanía del pueblo, del Estado democrático de derecho de la forma republicana de gobierno.
[x] Para leer más sobre ello, ver: Alexy, R. (1993). Teoría de los derechos fundamentales. Madrid: CEC, 1993.
[xi] Aquí cabe hacer una precisión sobre la eutanasia. Si bien el fallo, y un sector de la doctrina, sigue distinguiendo entre eutanasia activa y pasiva, esta diferencia ya no tiene cabida en el debate contemporáneo que se centra en la llamada ‘eutanasia activa’, esto es la intervención deliberada de un médico de poner fin a la vida de un paciente que así lo solicita debido a los dolores de seguir prolongando su vida. La llamada ‘eutanasia pasiva’, que implica el rechazo o retiro de tratamientos médicos que mantienen en vida al paciente, forma parte del derecho de un individuo a dar consentimiento informado en el ámbito de la salud, que incluye también el negarse a recibir tratamiento.
[xii] Con la salvedad de que, en Colombia, el acceso a la eutanasia solo se permite para aquellas personas que padecen de una enfermedad terminal, no incurable.
[xiii] Se entiende por Limitación del Esfuerzo Terapéutico (LET) el retiro de medidas artificiales de soporte vital o no inicio de estas al considerar que suponen una proongación del sufrimiento que no aporta beneficios de confort.
[xiv] De acuerdo con la Asamblea Mundial de la Salud los cuidados paliativos, estos son “un planteamiento que permite mejorar la calidad de vida de los pacientes (adultos y niños) y sus allegados cuando afrontan los problemas inherentes a una enfermedad potencialmente mortal, planteamiento que se concreta en la prevención y el alivio del sufrimiento mediante la detección precoz y la correcta evaluación y terapia del dolor y otros problemas, ya sean estos de orden físico, psicosocial o espiritual”. Resolución WHA 67.19 de la Asamblea Mundial de la Salud del año 2014, Párrafo 5.
[xv] “…Las sentencias así expedidas son elevadas en consulta a la Sala Constitucional y Social de la Corte Suprema, si no fueran impugnadas. Lo son igualmente las sentencias en segunda instancia en las que se aplique este mismo precepto, aun cuando contra éstas no quepa recurso de casación”
[xvi] En Argentina, los tribunales nacionales ya han reconocido el derecho a morir con dignidad, pero principalmente en casos referidos al rechazo de tratamientos médicos (P.A.F.18 de setiembre de 1995). En 2012, emitió una Ley de los Derechos de los Pacientes que reconoce el derecho a la ‘muerte digna’ y en 2015, la Corte Suprema confirmó la consitucionalidad del derecho a morir con dignidad, pero también limitado al retiro de medidas de soporte vital (D.,M.A. s declaración de incapacidad, 7 de julio de 2015).
[xvii] Instituto de Derechos Humanos de Cataluña. Declaración Universal de los Derechos Humanos Emergentes. Barcelona, IDHC, 2009.
[xviii] Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes (2007). En: https://catedraunescodh.unam.mx/catedra/CONACYT/04_Docentes_UdeO_ubicar_el_de_alumnos/Contenidos/Lecturas%20obligatorias/M.5_cont_3_DUDHE.pdf
[xix] Correa Montoya, L. (2020). Muerte Digna en Colombia. Activismo judicial, cambio social y discusiones constitucionales sobre un derecho emergente. DescLAB. Bogotá D.C Colombia. En: https://www.desclab.com/monitor/monitor05
[xx] Alonso, Juan Pedro. El derecho a una muerte Digna en Argentina: la judicialización de la toma de decisions médicas en el final de la vida. En: Physis Revista de Saude Colectiva, Rio de Janeiro, 26 [2]: 569-589, 2016. En: https://www.scielo.br/pdf/physis/v26n2/0103-7331-physis-26-02-00569.pdf
[xxi] DW Historias Latinas. “Cómo no amar la vida a pesar de todo…”. En: https://www.youtube.com/watch?v=m1xZYVn3iJc
[xxii] Dworkin, Ronald. Life’s Dominion: An argument about abortion, euthanasia, and individual Freedom. New York: Alfred A. Knopf, 1993. P.217