El 25% de los países de América Latina tiene un Ministerio Público acéfalo, o con interinatos en los cargos de máxima autoridad. Argentina, Honduras, Panamá, Uruguay y Perú, cada uno con sus particularidades y diferencias, carecen de una jefatura de fiscales elegida de acuerdo con los mecanismos regulares de selección establecidos por la Constitución o las leyes. Esta novedad aparece en el marco de una nueva etapa en el ciclo de reformas procesales penales que América Latina atraviesa desde hace casi cuatro décadas. Siguiendo a Binder, podemos llamar a este momento la “etapa político-criminal de las reformas”. En este contexto, la disputa de poder en torno a la orientación y a la eficacia de los Ministerios Públicos aparece como un tema central. A continuación, algunas razones, consecuencias e ideas para superar la naturalización del juego de suma cero.
Los procesos de selección de las máximas autoridades de los Ministerios Públicos (MP) en América Latina dejaron de ser trámites que podían realizarse a puertas cerradas, entre gallos y medianoches. De la mano con la implementación de los sistemas acusatorios en casi todos los países de la región, y el consecuente empoderamiento de los MP, las fiscalías generales comenzaron a ser objeto de atención de la ciudadanía. No solo de la sociedad civil en términos generales, sino también del poder político y de los sectores que componen el poder económico. Incluyendo, obviamente a quienes integran, permiten o usufructúan los distintos mercados criminales, que tienen una creciente incidencia sobre el Estado, la sociedad y la economía de las naciones latinoamericanas.
A partir de experiencias como la gestión de Claudia Paz y Paz en la Fiscalía General de Guatemala, o las esquirlas del caso Odebrecht en toda la región, esos sectores advirtieron que los Ministerios Públicos podían convertirse en instituciones capaces de romper los tradicionales pactos de impunidad que caracterizan a nuestra región. En particular, cuando existe decisión política y capacidad estratégica y técnica por parte de sus máximas autoridades.
En este contexto, seguir analizando la autonomía del Ministerio Público bajo una mirada puramente tecnicista o aséptica puede resultar anacrónico. Esa autonomía se sigue confundiendo muchas veces con la independencia que debe caracterizar al Poder Judicial, cuyos fundamentos y formas son absolutamente distintos. No basta con hablar de «autonomía» en vez de «independencia» para comprender sus diferencias: hay que bajar a tierra las consecuencias de esa distinción.
En materia criminal, que suele ser la fuente principal de las disputas, el Ministerio Público es un gestor de intereses. En particular, de los intereses de los distintos niveles de víctimas que existen en una sociedad. Por lo tanto, su «politización», en el sentido estricto de la palabra (distinta a la partidización) no debe asustarnos: el Ministerio Público es un actor inevitablemente político, en el sentido de tener a su cargo el diseño de una política pública, como lo es la política de persecución penal. Se trata de un actor político-criminal, ya que tiene a su cargo la toma de decisiones vinculadas a la administración de recursos públicos. En particular, de un recurso particularmente sensible para cualquier sociedad: la violencia estatal. ¿Cómo no va a ser político un organismo que inevitablemente (ya sea a través de un plan o, en ausencia de este, a través de la praxis cotidiana) tendrá la facultad y hasta el deber de priorizar los fenómenos criminales, seleccionar los casos que se perseguirán penalmente, y determinar las estrategias e instrumentos de intervención?
Pero no alcanza con transparentar ese rol político, sino que debemos afrontar seriamente el complejo desafío de moldear esta particular forma de representación de intereses generales de la sociedad en el sistema penal. Si la crisis de representatividad es cada vez mayor en los poderes elegidos popularmente, mucho más lo será en organismos como el Ministerio Público, que deben enfrentar la paradoja de representar intereses sociales sin tener del todo claro cuáles son esos intereses, y sin un mecanismo (como la elección popular y la regla de la mayoría) que ayude a dilucidarlos.
Política criminal y selección de autoridades de los Ministerios Públicos
La mayoría de las leyes orgánicas de la región ya reconocen ese rol político, y le asignan a la Fiscalía General la tarea de diseñar la mencionada política de persecución penal, fijando criterios y prioridades. Lógicamente, la elección de la persona que ocupe ese cargo es una decisión sumamente relevante en términos institucionales, y fuente de disputas políticas. Los juegos de «suma cero» que derivan en acefalías o interinatos son apenas una de las muchas conclusiones posibles de esas disputas. Otras son:
- La captura institucional por parte de sectores vinculados, asociados o funcionales a grupos criminales, a través de la designación de autoridades directamente comprometidas con esos sectores.
- La designación de personas sin la capacidad o legitimidad necesaria para llevar adelante una política de persecución penal capaz de transformar las matrices de impunidad selectiva.
- Excepcionalmente, la llegada de personas realmente comprometidas con el Estado de Derecho y la vigencia de los derechos humanos, que rápidamente se intentan neutralizar con un furibundo acoso, a través de mecanismos políticos (formales o informales) de control, que en algunos casos puede derivar incluso en la persecución política, el exilio y, en algunos casos, la violencia física, tal como dan cuenta las cada vez más usuales medidas cautelares otorgadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a favor de fiscales en todo el continente.
En este marco, la acefalía o interinato es una solución particularmente grave, ya que el “vacío de poder” no existe. En esas situaciones, las decisiones políticas que corresponden a la Fiscalía General estarán en cabeza de una persona que, por definición, carecerá de esa representatividad, y tampoco tendrá la legitimidad suficiente para ser autónoma de otros poderes que pretendan neutralizarlo. O, tal vez peor, ese poder será ejercido por otros sectores, ya sean del propio Ministerio Público o externos a él, absolutamente ajenos al control público.
Queda claro, entonces, que el principal motivo de esta ola de interinatos no es el desinterés institucional por el cargo de Fiscal General (o sus equivalentes), sino todo lo contrario: el creciente interés que genera, llevando a una situación de empate político y parálisis.
Por lo tanto, vale la pena esbozar una modelización de las razones por las cuales los interinatos parecen normalizarse en nuestra región, con el objetivo de diseñar mecanismos que puedan disminuir sus posibilidades.
1. Mecanismos de selección incapaces de canalizar los intereses en juego
En muchos países de la región, los mecanismos de selección de las máximas autoridades de los Ministerios Públicos son iguales o muy similares a los de quienes integran las Cortes Supremas. Este arrastre de la tradición inquisitorial impide que esos procesos recepten y canalicen los particulares intereses que entran en juego cuando se disputa la conducción de las fiscalías. Para contrarrestar esa falsa asepsia, estos mecanismos deben incorporar instancias de debate democrático sobre cuáles son las propuestas político-criminales de los y las postulantes. “Debatir” no debe traducirse en presentaciones formalizadas ante tribunales examinadores, sino en instancias de comunicación dirigidas centralmente a la ciudadanía, y con verdaderos intercambios de ideas y posturas.
Además, se le debe dar a la ciudadanía un rol activo en este proceso, con mecanismos superadores de las impugnaciones sistemáticamente ignoradas, o de las audiencias meramente decorativas y burocratizadas, que suelen diseñarse con el objeto de limitar su potencialidad de incidencia sobre la decisión final. Las recientes experiencias en Guatemala y Honduras, por ejemplo, demuestran que la ciudadanía tiene una vocación de participación que, de no verse canalizada institucionalmente, termina expresándose a través de otros canales no formalizados.
Ampliar el debate público implica también incorporar proactivamente voces con menor posibilidad de incidencia, como los feminismos, las comunidades indígenas o campesinas, y otros sectores que sufren en carne propia la ineficacia de los Ministerios Públicos que no representan sus intereses en forma adecuada o, peor aún, que los y las criminalizan arbitrariamente.
2. Normas de interinato favorables a su extensión ilimitada
Interinatos de años de duración, como el que lleva Argentina, implican una desnaturalización de un mecanismo de excepción y una burla a la ciudadanía. Quienes redactaron las leyes que rigen los reemplazos en casos de vacancia no fueron capaces de prever que esas situaciones podrían extenderse más allá de unas pocas semanas o meses, por lo que no existen resguardos normativos que eviten esta tergiversación.
Es necesario que las normas que regulan las acefalías prevean consecuencias que eleven los costos de la «no elección». En otros organismos, generar estos incentivos es un enorme desafío, ya que la parálisis de esa institución (por ejemplo, de una Defensoría del Pueblo) no es percibida como problemática. Por el contrario, como hemos visto, los Ministerios Públicos han adquirido un nivel de centralidad institucional tal, que es posible pensar en mecanismos que obstaculicen el quehacer cotidiano de las fiscalías para «forzar» a los distintos sectores a acordar. Por ejemplo, pueden fijarse límites temporales breves (de semanas o meses) a la permanencia de un mismo interino, generando un mecanismo de rotación. También pueden establecerse restricciones a las decisiones que puede tomar quien ocupa interinamente el cargo de Fiscal General, limitándolas a aquellas imprescindibles para el funcionamiento cotidiano del Ministerio Público, pero que eviten su equiparación a una autoridad debidamente designada.
3. Ampliar los mecanismos de control, participación ciudadana y rendición de cuentas durante el mandato
Las situaciones de “no decisión” suelen tener como motivo el excesivo nivel de importancia de lo que esté en juego. Está claro que la selección de un Fiscal General será siempre, inevitablemente, una decisión «pesada». De hecho, es deseable: significa que los Ministerios Públicos se están convirtiendo en actores realmente capaces de incidir sobre la realidad. Pero la sensación de que la persona elegida tendrá una suerte de cheque en blanco para digitar el rumbo de la persecución penal restringe la posibilidad de que sectores con intereses contrapuestos alcancen un acuerdo. El establecimiento de un límite temporal al mandato fue un paso imprescindible que ya dieron todos los países de la región (salvo Argentina y Cuba), pero no es suficiente: el cheque en blanco por 6 años es mejor que por toda la vida, pero no deja de ser un enorme poder.
Para compensar este problema, es necesario fortalecer los mecanismos de control de gestión, tanto internos (como el fortalecimiento de los Consejos o Juntas de Fiscales, o las Auditorías de Gestión) como externos (parlamentarios, ciudadanos, etc.). También deben repensarse los mecanismos de rendición de cuentas: los informes anuales, aun cuando se presenten en audiencia pública ante el Parlamento, han demostrado su insuficiencia e incapacidad para generar un diálogo cotidiano entre la sociedad y el MP. La ciudadanía debe contar con mecanismos eficaces de incidencia sobre el rumbo de la política de persecución penal, que no se reduzcan únicamente al momento en el cual se elige una nueva autoridad. Todo esto tiene como requisito fundamental el desarrollo de los sistemas de información, que permitan producir información orientada a la evaluación externa de desempeño político criminal e institucional, con indicadores son por definición distintos a los de control interno de gestión.
Estos puntos, entre otros, explican esta ola de interinatos en las Fiscalías Generales de América Latina. Nuestra región mantiene, sin excepción, la decisión de no someter a elección a este cargo, que tiene como origen histórico un fundamento contra mayoritario y que luego se mantuvo para evitar la impunidad del gobierno de turno. Si nos tomamos en serio estos fundamentos, y decidimos mantener procesos de selección sin elección popular, debemos esforzarnos por buscar otras formas de vinculación entre los Ministerios Públicos y los intereses sociales. Pero, además, debemos evitar que mecanismos de excepción se conviertan en regla, y generen que quienes necesitan Ministerios Públicos débiles, ineficaces o cómplices de la criminalidad organizada cumplan con su objetivo.
Foto: AP Photo/Santiago Billy