Gran corrupción como delincuencia del poder: retos para la sociedad civil y la academia

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De forma general, el término “corrupción” tiene la función de asegurar la efectividad de la distinción entre lo público y lo privado. Esta distinción es un elemento fundamental en la estrategia liberal para evitar al poder absoluto que se arroga la autoridad real sin tener derecho a ella, y al usurpador del poder soberano, esto es, para evitar en última instancia la tiranía (Rousseau 1762, 197-198). De ahí que el término se refiere, para ser más preciso, a corrupción pública (IMF, 2018, p. 10). En este sentido, el término “corrupción” busca aclarar qué es lo que distingue el uso del abuso del poder público, y qué fines deben considerarse privados (Navot 2022, 9606).

Corrupción pública es corrupción de alto nivel o gran corrupción (Moody-Stewart 1994, 1; Rose-Ackerman 1996, 365; Duri 2020), cuando su lógica corresponde a lo que una amplia literatura interdisciplinar desde los años 1970 ha denominado “delincuencia de los poderosos” (crimes of the powerful) (Barak 2015; Friedrichs 2015; Ross 2017), o, de forma más precisa aún, “delincuencia del poder” (Ruggiero/Welch 2009). Al contrario de lo que se suele suponer al referirse a “gran corrupción”, esto significa que lo decisivo no son los montos de la corrupción, sino la manera especial en que está distribuida.

Delincuencia del poder

El término “delincuencia de los poderosos” fue introducido por una corriente en la disciplina de la criminología denominada “criminología crítica”, cuyo adjetivo, al menos en la criminología que incorpora las perspectivas y preocupaciones del Sur Global, se considera redundante (Zaffaroni 1988, 21; 2023, 129). Es una criminología que se entiende a sí misma como una crítica a la dominación, la desigualdad y la injusticia, empezando por la crítica a la definición del propio término “delincuencia” (Friedrichs 2018). Coincide con la mayor parte de la criminología feminista en que el mismo hecho de no considerar “delincuencia del poder” como un fenómeno propiamente delictivo constituye un acto de dominación (Braithwaite 2020, 62).

El término “delincuencia del poder” se refiere a la relación entre criminalidad, estructura social y economía política. Sus raíces tienen una historia larga que abarca más de un siglo. Empieza con la obra del political crime de Proal (1898) y el término del criminaloid en la obra de Ross (1907, 43–71), pasa por el salto epistemológico en la teoría criminológica producido por el concepto del white collar crime de Sutherland (1940; 1949; Merton 1968, 144–145), basado en su preocupación de llamar la atención sobre una amplia área de comportamientos dañinos que no suelen ser considerados como criminales, debido al estatus del oficio de sus protagonistas y su clase social. Asimismo, tiene sus raíces en la criminología organizacional (Block 1980; Block/Chambliss 1981; Wheeler/Rothman 1982) y sus distintas tipologías (Friedrichs 1996, 9–10; 2015, 25–27), incluyendo a la delincuencia del Estado (Chambliss 1989; Green/Ward 2004; Rothe 2009), particularmente, en el sentido de concebirla como desviación en el plano institucional-organizativo del Estado y violando derechos humanos (Green/Ward 2000; 2004; 2012).

“Delincuencia del poder” es un término amplio, heurístico y general para evaluar los vínculos ideológicos, culturales, económicos y políticos que explican un tipo de la delincuencia organizacional que es de una trascendencia social muy superior a la delincuencia convencional (Friedrichs 2015, 27). En términos weberianos (Weber 1922, 177–180), “delincuencia del poder” se refiere a las operaciones de Herrschaft (“dominación”) en las tres dimensiones de estratificación social (clase, estatus, poder) en una sociedad organizada bajo el universalismo ético del Estado moderno, según el cual la igualdad de trato se aplica a todas personas independientemente del grupo al que se pertenezca (Parsons 1947, 82). En términos clásicos marxistas (Marx 1859, V–VI), el término se refiere a la estructura de relaciones que facilitan a personas el control de poder y recursos.

Adoptando una perspectiva de red social en la tradición de Simmel (1908; Freeman 2004, 15–16, 160; Krenn 2019), se trata de un término que engloba un sistema social mixto, en el cual personas con un nivel similar de acceso a recursos y muy superior a los demás, se unen y cooptan las instituciones del Estado para sus fines. Según la tradición de C. W. Mills (1956) y siguiendo a Domhoff (1979) y Mann (1993), este modelo se basa en grupos sociales definidos por su acceso desproporcionado a recursos de conocimientos, ideológicos o culturales, económicos, militares y políticos, y se caracteriza por su capacidad para traducirlos, como fuentes de poder, en una estructura por medio de linkers que se unen en redes de poder, las cuales se solapan, se entrecruzan, se entrelazan y a veces se fusionan en formas que desafían explicaciones simples o unitarias sobre el poder y sus consecuencias sociales dañinas.

En cuanto a su carácter organizacional, para entender la calidad y la lógica de estructuras sociales que permiten institucionalizar negocios, en la investigación orientada a la aplicación (Cross/Parker 2004), se suele medir las propiedades de los vínculos que conforman las estructuras de las redes y representarlas por medio de modelos de redes sociales que explican el conjunto de sus integrantes, las relaciones definidas en los mismos, y su organización. Esto, a su vez, puede facilitar diferenciar distintos tipos de redes sociales de gran corrupción como “canibalísticas”, “explotadoras”, “parasitarias” o “monopólicas” (Jancsics/Jávor 2012, 79–89). En América Latina, se han realizado esfuerzos de modelar datos de redes sociales de gran corrupción, particularmente, en Colombia, en el norte de Centroamérica y en México (Garay-Salamanca/Salcedo-Albarán 2012; Waxenecker 2016; 2019a; 2019b; Luna-Pla/Nicolás-Carlock 2020).

Delincuencia del poder consiste en interacciones encaminadas a ampliar las oportunidades de sus protagonistas, donde el Estado es uno de los principales proveedores de oportunidades delictivas (Shover/Scroggins 2012, 277). Las oportunidades creadas no necesitan producir una cantidad inmediata de ventajas personales, sino que pueden ser utilizadas como una forma de inversión (ibid., p. 275). Esta inversión genera privilegios cada vez mayores y, simultáneamente, neutraliza a las fuerzas sociales que buscan igualdad de oportunidades. Se trata de una lógica expansionista basada en la dinámica de cuanto más desigual es la distribución de oportunidades, menor será el ánimo de buscar la igualdad (Ruggiero 2015, 52), generando una dinámica que se auto-refuerza, y en la cual las instituciones terminan ser cada vez más subvertidas, fortaleciendo aún más la desigualdad (Hellmann/Kaufmann 2004, 102). En casos extremos, la propia naturaleza de la dinámica de estas redes sociales puede desembocar en anomia tal que los individuos involucrados podrían cometer delitos al tiempo que suprimen cualquier conciencia de responsabilidad personal (Simon 2014, 181–185).

Gran corrupción

Extrapolado al término de la corrupción, “gran corrupción”, como delincuencia del poder, implica conductas de personas que, para llevar a cabo negocios de corrupción pública, poseen una cantidad de recursos materiales y simbólicos significativamente superior a la cantidad de recursos poseídos por otros. En comparación con las posibilidades de otras personas que se encuentran en una posición menos privilegiada (Mungiu-Pippidi 2006, 88), esta asimetría en recursos, por sí sola, genera oportunidades cuyo valor criminogénico tiene más posibilidades de activarse cuando se potencian en redes sociales.

Los protagonistas de la gran corrupción han sido localizados en la cúspide de la jerarquía estatal, involucrando a los líderes políticos y a sus asociados (Rose-Ackerman 2010-2011, 132), con poder y con un grado de organización de sus transacciones muy elevado, si se le compara con la delincuencia convencional. Su objeto principal de transacción ha sido identificado en contratos y concesiones, en la privatización de empresas estatales y alianzas público-privadas (Rose-Ackerman/Palifka 2016).

Lo anterior es básicamente cierto, pero no basta para comprender todo el panorama. Las redes de gran corrupción suelen ser inclusivas. Abarcan tanto a personas del sector público y del sector empresarial, como a aquellas que pertenecen al sector exclusivamente criminal, es decir, estructuras que generan beneficios abiertamente ilícitos; o, como lo ha señalado Block (1980, p. 10–11, 58) en su estudio sobre el sistema social del crimen organizado en la ciudad de Nueva York, relaciones que unen a los miembros del “inframundo” (underworld) con las instituciones y personas del “supramundo” (upperworld) en redes de influencia, generando un motor de corrupción.

Todos forman una red social de gran corrupción cuando sus interrelaciones y actividades sirven para fortalecer y/o enriquecer a las protagonistas en los tres sectores conectados, ayudándoles a ampliar sistemáticamente su poder, sin perder su relativa autonomía frente al otro sector, lo que se ha denominado “interdependencia kleptocrática” cuando las redes traspasan fronteras territoriales (Greenhill 2009, 97). El Estado se convierte en parte de un sistema operativo de corrupción pública, en el cual las distintas vertientes de la red social de poder que genera el sistema se solapan, compartiendo su personal entre los elementos públicos, privados y criminales de la red e interactuando a través de intercambios de ingresos y servicios, pero cada uno conservando cierta autonomía (Chayes 2017, 115).

La dinámica expansionista en una red social de gran corrupción es generada por el interés de cada uno de sus integrantes de maximizar la utilidad de sus inversiones en la red. Con ello, no solo se afecta de manera central la capacidad del Estado para actuar contra las actividades socialmente nocivas de la red (impunidad); sino que además, en la medida en que se consolide el poder de la red, parafraseando al “ladrón profesional” en la anotación de Sutherland (1937), se generan oportunidades para “arreglar” (put in the fix) las consecuencias civiles, administrativas y penales del carácter nocivo de sus acciones de gran corrupción (impunidad estructural) y hasta su propia clasificación normativo-legal como actos nocivos (impunidad sistémica) (Ruggiero/Welch 2009, 298), afectando así de manera fundamental la voluntad del Estado para actuar contra estos actos.

Estado capturado

Siguiendo el modelo de la “captura regulatoria” (Ayres/Braithwaite 1991) para explicar el proceso a través del cual determinados intereses afectan a la intervención del Estado en cualquiera de sus formas (Dal Bó 2006, 203), la dinámica expansionista de una red social de gran corrupción culmina en un “Estado capturado” (Green/Ward 2004, 107–112), es decir, una dinámica que captura cada una de las instituciones estatales necesarias para generar leyes, actos administrativos y sentencias, así como de forma general, políticas públicas, para otorgar sistemáticamente beneficios a los integrantes de la red.

Esta dinámica tiende a dar lugar a formas autónomas de desviación de las normas básicas de convivencia en un Estado democrático y de derecho –formas autónomas encaminadas a ampliar el poder–, en el marco de las cuales la imposibilidad de diferenciar la esfera pública de la actividad económica privada se vuelve la regla (Huisman/Van De Walle 2010, 135–136). En esta dinámica a veces se logra observar una paradoja (Dudley 2018, 522). Los protagonistas de la gran corrupción necesitan que algunos componentes del Estado ejerzan su poder sancionatorio y hagan cumplir las leyes, para tener cierta autoridad que les permita reprimir opositores y protegerse contra rivales a fin de mantener el poder. Por otro lado, también necesitan que los mismos componentes del Estado sean débiles, a efectos de que continúe la impunidad de sus propias actividades corruptas. La estrategia de equilibrio que plantea esta paradoja es claramente verbalizada en el dicho común en América Latina, atribuido tanto al mariscal y expresidente peruano Óscar Benavides como a Benito Juárez: “Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley”.

Este tipo de lógica de poder, lejos de ser limitada a América Latina (Nelken/Levi 1996, 9), genera un “Estado de derecho invertido” (Simon 2019). El equilibrio de poder resultante subvierte la idea de uno de los principios fundamentales de la democracia, de que nadie se encuentra por encima de la ley, lo que, por su parte, tiende a erosionar la confianza general en una sociedad (Offe 2004, 93; Rothstein/Uslaner 2005, 54; Rothstein 2011). En este tipo de sociedad, en lugar de calificar la corrupción como conducta desviada, el comportamiento esperado es la corrupción, lo que, a su vez, puede quitar la base empírica a la premisa central de la teoría de la agencia, del “principal con principios” dispuesto a hacer que el agente corrupto rinda cuentas, de esta forma, dejando paso a la lógica de la teoría de la acción colectiva (Persson/Rothstein/Teorell 2013).

Lo anterior significa, desde un enfoque criminológico, que los negocios de gran corrupción no son mera delincuencia de mercado, basados en relaciones impersonales, sino, en esencia, consisten en el latrocinio organizado de recursos nacionales por una élite (Green/Ward 2017, 438), basado en relaciones personales, esto es, un estado “premoderno” en términos weberianos, o, menos drástico, de un Estado natural en términos de la Nueva Economía Institucional (North/Wallis/Weingast 2009). Gran corrupción no es un tipo de delincuencia con igualdad de oportunidades (Ruggiero/Welch 2009, 298).

Sumando al enfoque criminológico una perspectiva de economía política, podemos observar que las transacciones en una red social de gran corrupción y sus distintos objetos expresan la ejecución de mesocontratos entre sus protagonistas. Mesocontratos son mecanismos de gobernabilidad económica y política; son pactos ad hoc no escritos entre lo público y lo privado, mediante los cuales se crean sistemas para direccionar y corromper estructuralmente la toma de decisiones políticas y el diseño de la política económica en las distintas escalas de las pirámides del poder, tomándose el espacio en donde deberían aplicarse las leyes, y dando lugar a un sistema de incentivos del Estado como mercado (Revéiz 2016, 67). Esta lógica de poder privatizador de la intervención del Estado produce ventajas y privilegios y minimiza los riesgos a cuenta de lo público, lo que atenta directamente contra el universalismo ético del Estado moderno.

Retos para la sociedad civil y la academia

El reto para la sociedad civil consiste en desvelar las dinámicas de la gran corrupción, dar a conocer los hallazgos a la población víctima de la misma, así como desarrollar y apoyar esfuerzos encaminados a desequilibrar la balanza de los poderosos.

El reto para la academia, siguiendo la perspectiva de C. W. Mills (1963), consiste en proporcionar datos para comprender la relación entre gran corrupción y los problemas privados, las formas de ser de las personas que se producen bajo estas condiciones y la dirección que tomará nuestra sociedad si no detenemos la gran corrupción.

 


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Jan-Michael Simon

Investigador sénior en el Instituto Max Planck para la Investigación sobre Criminalidad, Seguridad y Derecho, especializado en derecho penal comparado, política criminal y derecho internacional.