El derecho parece vivirse entre nosotros de manera paradójica o contradictoria por los diversos actores que de manera habitual o eventual entran en relación con él. Este texto –escrito por quien más bien se ha dedicado a examinar el derecho en cuanto hechos– explora algunas de esas circunstancias para preguntar qué significan desde el punto de vista personal.
I
Empecemos por quienes trabajan profesionalmente con el derecho. Desde que se empieza a estudiar derecho en nuestro sistema –llamado romano civil en oposición al anglosajón–, el futuro abogado es introducido en un mundo cerrado de códigos y leyes que presta poca atención a la realidad. De esta manera, tanto la vigencia efectiva de las normas como los fenómenos que rodean su funcionamiento –para trabarlas y hacerlas ineficaces o para hacer uso de ellas de manera sesgada o selectiva– no quedan dentro de la esfera “jurídica”. Cuando a un abogado se le pregunta, por ejemplo, cómo es el enjuiciamiento penal, responderá con lo que dice la ley, no lo que ocurre en los hechos, por bien enterado que esté de ellos.
Esa manera de ver el derecho no es propia de todo derecho sino del derecho en el mundo latino, para nosotros en su versión hispano-francesa. ¿Cómo logra ser tan eficaz la penetración de esa ideología jurídica específica? ¿Qué significa para el individuo que opera el derecho esa división polarizadora entre lo jurídico y la realidad, siendo así que para desempeñarse como abogado exitosamente tiene que echar mano a los elementos extralegales?
Un segundo tema atingente a los abogados es el sentido de su trabajo, que discursivamente está ligado a la consecución de la justicia. Al profesional del derecho se le presenta como un auxiliar, un colaborador de la justicia, al servicio de la verdad y defensor de quien lo merece. Pero todos sabemos –los abogados, en primer lugar– que las cosas no son así. Que es excepcional que un abogado rechace a un cliente porque le ha pedido defender una causa que el profesional no estime justa. Peor aún, sabemos que a menudo los abogados defienden lo indefendible, recurriendo a cualquier argumento, prueba falsa o triquiñuela procedimental –tinterillada o chicana, la llamamos– que procure algún beneficio al cliente que paga sus servicios. ¿Cómo se vive esta otra polaridad entre lo que formalmente da legitimidad al trabajo de abogado y aquello que en realidad hace a diario para desempeñarse y para tener clientes? ¿Se trata de cinismo o de algo distinto?
II
El caso de los jueces del sistema romano-civil y, en particular, la mayoría de los jueces latinoamericanos, desarrolla una variante de la formación profesional, que es propia de su función y consiste en el apego a los textos legales y a las formalidades del procedimiento. Lo primero conlleva lecturas de la ley que en ocasiones contradicen el sentido común y a veces producen resultados socialmente reprobables. Lo segundo nos lleva a un mundo de rituales donde lo decisivo es el cumplimiento aparente de formas, en postergación del fondo de los conflictos que se tratan y resuelven.
Si en el caso de los abogados, vivir a conveniencia la división entre ley y realidad les permite ejercer la profesión con cierta eficacia, en el caso de los jueces la renuncia a administrar justicia refugiándose en la “aplicación estricta” de la ley les provee seguridad. Seguridad subjetiva –que es más necesaria, casi imprescindible, en el caso de los muchos jueces profesional e intelectualmente mediocres– y seguridad relativamente objetiva, dado que contarán con un argumento aparentemente incontestable cuando los poderes, de los que dependen, les pidan cuentas.
Una interpretación innovadora de la ley o la adopción de un criterio nuevo para resolver adecuadamente un problema inédito es un trance en el que el juez puede hallarse expuesto a una contingencia personalmente desfavorable. La aversión al riesgo precipita a los jueces en el legalismo y el formalismo. Pero, si bien cobijarse así puede dar seguridad, ¿cómo se vive personalmente la discrepancia entre el deber ser de la tarea y su desempeño efectivo? ¿Se recobra el equilibrio interior diciéndose a sí mismo –aquello que los jueces dicen en voz alta–, “yo aplico la ley; si quieren otro resultado en las sentencias, que me cambien la ley”?
III
Los ciudadanos deben afrontar el derecho de maneras muy contradictorias, que acaso son más soportables cuando no se vive cotidianamente bajo sus efectos pero en el caso contrario tienen que ser intolerables.
Empecemos por la experiencia que se va desarrollando en la vida y que enseña que la ley no es igual para todos y que, particularmente, la ley tiene una aplicación selectiva que depende de quién se trate el beneficiado o el perjudicado por su puesta en efecto. Las encuestas revelan que el ciudadano promedio sabe de lo que se trata: invariablemente, un porcentaje abrumador de respuestas optan por indicar que los ricos y los poderosos tienen garantizados derechos que los demás no tienen. De modo que el efecto ideológico de la igualdad ante la ley no logra enmascarar su funcionamiento.
No obstante, tómese cualquier problema que surja en la agenda pública y se verá el éxito inmediato obtenido por la propuesta de modificar la ley. Los políticos lo saben perfectamente y si se produce un incremento de cualquier delito, proponen de inmediato subir las penas. La experiencia debería habernos enseñado que el problema reside en la aplicación práctica de las penas y no en las previsiones legales. Pero el reclamo de un cambio legal se extiende contagiosamente. Lo mismo ocurre con las movilizaciones sociales –laborales, de género o de cualquier otra naturaleza–, en las que la insistencia de exigir una nueva ley o la reglamentación de aquella que se aprobó aparece con desconcertante frecuencia como un objetivo central de la lucha.
Esta actitud ciudadana es tan extendida que algunas “revoluciones” que pretenden alterar por completo el régimen político ofrecen –y de hecho así proceden cuando llegan al poder– una sustitución del vértice de la pirámide normativa: una nueva constitución, que según el discurso al uso permitirá una suerte de refundación de la sociedad, un nuevo punto de partida; en suma, un país distinto. En cada uno de nuestros países se ha pasado por muchos cambios constitucionales. Pero es posible que si un movimiento radical llegara al gobierno de varios países latinoamericanos, ocurriría lo que se vivió en Venezuela, Ecuador y Bolivia en los últimos años: el entusiasmo y la expectativa popular por un cambio constitucional.
La primera pregunta acerca del ciudadano es, pues, ¿cómo es posible que en la persona se dé la experiencia, más bien decepcionante, con la legalidad que está escrita en los libros y, al mismo tiempo, se cifren esperanzas, que llevan incluso al posicionamiento y la acción política, en un nuevo cambio normativo?
Un segundo asunto que, si se repara en él puede sorprender, es cómo conviven en el habla del ciudadano y, desde luego, en su razonamiento los dos sentidos distintos –y a menudo claramente diferenciados– de “derecho”. Uno es el derecho que surge desde una percepción o un reclamo personal, absolutamente subjetivo, que se expresa en “tengo derecho a…” o “es mi derecho que…” y no guarda relación necesaria con aquello que el orden jurídico establece. El otro, precisamente, tiene su origen en una disposición legal que otorga o reconoce un derecho específico a una categoría de sujetos o a quienes se hallen en una situación o condición determinada. Por ser ciudadano se tiene ciertos derechos; por ser casado, se tiene otros, y así sucesivamente. Como quiera que uno y otro “derecho” se superponen sólo parcialmente –y a veces de manera inestable–, la pregunta que corresponde es: ¿cómo se maneja personalmente esta discrepancia de significados que, en un momento dado, conlleva efectos relativamente importantes para la vida de cada quien?
Un tercer asunto, similar al anterior, ocurre con “la justicia”. Se va a la justicia cuando se necesita justicia. Pero no es un asunto de términos lo que importa sino una diferencia que puede llegar a distanciar sentidos opuestos. “Justicia” designa, de una parte, un valor al que todos aspiramos, no sólo como perteneciente a un mundo ideal, que nos gustaría que fuera el que habitamos, sino como rector de exigencias en nuestra vida cotidiana. “Pido que se haga justicia”, dice a los periodistas el padre o la madre de la niña que fue asesinada y todos entendemos que el reclamo alude a que el autor de ese acto indigno sea identificado y castigado como merece. Muchos de quienes comparten esa exigencia no saben qué dice la ley sobre un caso así ni, menos aún, cuáles serán las pruebas que se exigirán para llegar a la convicción de que un sujeto dado es responsable del delito. No obstante esa ignorancia, pedimos “justicia”.
De otra parte, la palabra “justicia” designa a un aparato integrado por varias instituciones, habitadas por policías, jueces, fiscales, defensores públicos y carceleros, junto a los cuales trabajan unos actores con capacidad de manejar las claves del sistema, los abogados. Estos personajes se refieren, más bien, a la administración de justicia, cuando hablan del sistema en el que operan. Pero el ciudadano promedio llama a ese aparato simplemente “justicia”. “Que la justicia se haga cargo”, acaso reclame el mismo padre del ejemplo.
Los dos sentidos de la palabra no sólo son diferentes. Con cierta frecuencia llegan a ser contrarios hasta el punto de colisionar. De un lado, un sentimiento humano que requiere respeto a lo que se estima es derecho de cada quien, honradez en el comportamiento de unos respecto de los otros, y una sanción imparcialmente establecida para quien transgreda ciertas líneas. De otro lado, ese aparato encargado de administrar decisiones, para lo cual está dotado de códigos y leyes, funcionarios y recursos presupuestales. Es un aparato que, según la percepción prevaleciente en América Latina –y, por cierto en el Perú–, no hace “justicia” en el primer sentido de la palabra. La paradoja conduce a la última pregunta: ¿cómo se asimila y se vive interiormente esta diferencia que puede llegar a ser contradicción?