El pasado miércoles 16 de marzo, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), se llevó a cabo una audiencia pública para tratar la situación de la independencia judicial en El Salvador. En ella, las organizaciones solicitantes planteamos frente a este organismo internacional una lectura de diversas decisiones, hechos y reformas arbitrarias ocurridas en 2021, como una estrategia de captura del sistema de justicia, ejecutada con la finalidad deliberada de neutralizar su capacidad de controlar al poder y proteger los derechos humanos.
El Estado, por su parte, desplegó una narrativa opuesta: todos estos actos habrían obedecido, más bien, al objetivo de “fortalecer y modernizar” un sistema de justicia “ineficaz y favorecedor de la impunidad generalizada”. En esta nota, me propongo contestar algunos de esos argumentos para demostrar que existe motivos razonables para considerar que el compromiso estatal con la independencia judicial no es sincero o, incluso, que existe una manipulación o apropiación del discurso de defensa de la independencia judicial, para fines contrarios a los que se enuncian.
Como punto de partida, vale la pena resumir brevemente el planteamiento de la sociedad civil. Se planteó que el sistema de justicia salvadoreño –que incluye tanto el órgano judicial como a la Fiscalía General de la República– habría sido objeto de una estrategia de captura por parte del poder político actualmente en el gobierno, ejecutada a través de diversas etapas.
En un inicio se habría impulsado una narrativa pública hostil hacia la justicia desde el discurso político oficial (todos recordamos los tweets del presidente Bukele, replicados disciplinadamente por la bancada Cyan), para construir o exacerbar una imagen negativa de las instituciones de justicia y sus autoridades, que luego serviría como justificación para las medidas que siguieron: la remoción sumaria y arbitraria de la totalidad de magistraturas de la Sala de lo Constitucional y del Fiscal General, la designación directa de sus reemplazos y el nombramiento de otras cinco magistraturas adicionales en la Corte Suprema de Justicia.
Una vez controladas las altas autoridades, se habrían emprendido reformas legales para ejecutar un control vertical sobre la totalidad de jueces, juezas y fiscales de ambos organismos; para lo cual se les impuso un tope máximo de edad o tiempo de servicios, se eliminó la garantía de inamovilidad y se fortalecieron facultades administrativas exorbitantes de la Corte Suprema de Justicia y del Fiscal General. La etapa siguiente buscaría consolidar de forma permanente estos cambios mediante una reforma constitucional.
Este planteamiento se puede apreciar en esta gráfica:
Vayamos al Estado. Además de la inusual presencia de representantes del Ejecutivo en una audiencia sobre independencia judicial, la delegación estatal no contestó las afirmaciones sobre la degradación de la imagen pública la justicia impulsada por los poderes políticos, ni tampoco intentó justificar la remoción de altas autoridades. Su respuesta estuvo centrada en las reformas a la Ley de Carrera Judicial y a la Ley Orgánica de la Fiscalía, aprobadas por el parlamento mediante Decretos 144 y 145, pero utilizando fórmulas generales, imprecisas o incluso vacías de contenido. A continuación, me referiré a tres de ellas vinculadas a la carrera judicial, que merecen ser contestadas. En un siguiente artículo me referiré a la situación de las reformas a la fiscalía.
- Primer argumento: la Ley de Carrera Judicial requería actualización y su reforma tuvo como finalidad “fortalecer y modernizar” el sistema de justicia para hacerlo “más dinámico y eficiente”.
¿Quién podría oponerse a fortalecer el sistema de justicia o a hacerlo más eficiente en beneficio de los justiciables? El Estado inició su presentación señalando que la Ley de Carrera Judicial “ya no respondía a la realidad actual del trabajo y a las necesidades del órgano judicial”, y que, por años, la Corte Suprema de Justicia había intentado implementar reformas para modernizar los juzgados y tribunales, lo que por fin se habría logrado con las modificaciones legislativas. Concretamente, el Estado señaló que se habrían logrado tres cosas: (i) establecer de forma más concreta la duración de la carrera judicial (al reemplazar la duración vitalicia por un tope de 60 años de edad o de 30 años de servicio); (ii) actualizar las categorías de magistrados y jueces, para hacer más equitativas sus condiciones laborales; y (iii) regular con mayor precisión las facultades de la Corte Suprema para efectuar traslados de jueces y magistrados a otras plazas, en razón a la necesidad, especialidad y complejidad de los asuntos.
La narrativa del “fortalecimiento” no es desconocida para la CIDH; pues varios intentos de debilitarla se han disfrazado bajo el ropaje de la “modernización”. Este tipo de justificaciones lucen bien ante la opinión pública, pero debe mirarse con cautela, sobre todo cuando vienen impulsadas desde los poderes políticos, que precisamente van a ser limitados o controlados por la justicia. A mi parecer, la justificación del Estado resulta poco creíble, por varias razones:
(i) Porque todo proceso de reforma a la justicia que se justifique en razones de eficiencia debe estar debidamente sustentada en diagnósticos técnicos con data objetiva. Si uno de los principales cambios introducidos fue eliminar la duración vitalicia del cargo para imponer un tope máximo, ¿existen informes técnicos previos que, en primer lugar, indiquen claramente cuál es el problema y, en base a datos, concluyan que la edad o tiempo de servicios de los magistrados/as y jueces/zas es la causa de ese problema? ¿Qué relación tiene la edad o la duración en el cargo con la “modernización” del servicio de justicia? Y más aún, ¿existían otras formas menos lesivas para resolverlo que jubilando anticipadamente a un tercio de los/as jueces/zas del país?
Reducir la duración del mandato de un juez no es una medida prohibida por el derecho internacional, siempre que se aplique a quienes fueron nombrados con posterioridad a la reforma normativa, pues aplicarla a quienes ingresaron a un régimen de carrera bajo condiciones distintas lesiona directamente su inamovilidad.
En todo proceso de reforma judicial una exigencia mínima es que atienda un problema real y que se demuestre que las medidas adoptadas son idóneas, necesarias y proporcionales para resolver el problema. El Estado, durante la audiencia, acudió a formulas retóricas y vacías de contenido. El problema que las reformas buscaban resolver, aún no lo han podido explicar.
(ii) Por otro lado, todo proceso de reforma que afecte a los/as jueces/zas no puede hacerse sin escuchar lo que tienen que decir. La CIDH ha indicado en diversas oportunidades que la aprobación de políticas públicas que afecten derechos humanos requiere escuchar y considerar las posturas de quienes se verán afectados/as. El derecho internacional establece que la garantía de la inamovilidad es un derecho de jueces, juezas y fiscales; sin embargo, las reformas no fueron previamente socializadas con ellos/as, ni con la sociedad civil. Al contrario, fueron aprobadas con “dispensa de trámites”, es decir, de forma express, sin estudio en comisiones y sin un debate significativo.
Lo que resulta más grave es que el Estado haya señalado que esta reforma venía siendo largamente reclamadas por la Corte Suprema, pues las iniciativas de ley no vinieron del máximo tribunal. La promovieron diputados del partido oficialista, a pesar de que la Constitución salvadoreña señala claramente que este tipo de iniciativas de ley solo pueden ser presentadas por la Corte Suprema de Justicia, precisamente, para salvaguardar su independencia.
2. Segundo argumento: la reforma Ley de Carrera Judicial solo ha afectado a unos pocos
Para lo que el Estado sí traía cifras en la mano, era para sostener que el impacto de las reformas era mínimo, al señalar que “solamente cinco jueces quedaron cesados por ley, lo que equivale al 0.7% de los jueces a nivel nacional, porque no se pronunciaron sobre su deseo de continuar ejerciendo la judicatura”.
Según la delegación del Estado, solo un aproximado de 220 jueces (de un universo de 702 judicaturas) fueron afectados con las reformas. De esos, 96 jueces/zas (13.7%) habrían decidido renunciar voluntariamente para recibir una bonificación de 24 salarios que se les ofrecía, mientas que 121 (17.2%) habría expresado su intención de seguir ejerciendo el cargo, acogiéndose a un “régimen de disponibilidad” en el que ya no tienen estabilidad. Para el Estado, las afectadas por las reformas son solo cinco personas. Además, son víctimas porque no expresaron su deseo de continuar ejerciendo la judicatura.
Este argumento del Estado demuestra justamente que las reformas no buscaban prioritariamente reducir el numero de jueces/zas, sino retirar su estabilidad en el cargo. Es un argumento falaz, pues en realidad quienes han cesado en sus cargos no son solo cinco personas, sino también los/as 96 jueces/zas que renunciaron, aunque lo hayan hecho acogiéndose a beneficios económicos, presentados a manera de “incentivo” que supo aprovechar su vulnerabilidad como personas adultas mayores.
De otro lado, los 121 jueces y juezas mayores de 60 años, o con más de 30 años de carrera, que hoy laboran en “régimen de disponibilidad” no solo han perdido el estatuto reforzado que los protegía, sino también su independencia. Hoy, su posibilidad de continuar ejerciendo el cargo depende directamente de la voluntad de la Corte Suprema de Justicia, conformada con 10 de 15 integrantes designados por el partido de gobierno, lo que ha arrasado por completo su independencia interna. Basta imaginarse lo que puede pasar, por ejemplo, si resuelven de forma distinta a sus superiores jerárquicos.
¿Podemos seguir diciendo que los afectados son solo cinco?
3. Tercer argumento: los jueces y juezas han aceptado -y causado- voluntariamente su nueva situación
El Estado colocó, como un escudo de defensa, la voluntad de los propios jueces y juezas afectados. Señaló que fueron ellos/as quienes, antes de entrar en vigor las reformas a la Ley de Carrera Judicial, renunciaron voluntariamente a sus cargos a cambio de beneficios económicos, expresaron su voluntad de seguir ejerciendo sus cargos en un régimen sin garantías de estabilidad o, en el caso de quienes fueron cesados, no expresaron su voluntad de continuar en sus puestos. Esto fue mencionado especialmente en el caso del juez penal a cargo del caso de las masacres de El Mozote y lugares aledaños.
El Estado busca neutralizar los reclamos de los propios jueces y juezas apelando a que la situación en que se encuentran es producto de su propia voluntad. Las cartas de renuncia firmadas por ellos y ellas, y la recepción de bonificaciones económicas, puede impedir o dificultar que inicien reclamos laborales a nivel interno, pues de hacerlo, tendrían que demostrar coacción y devolver lo cobrado. En el caso de quienes laboran en régimen de disponibilidad, alegar coacción puede costarles el cargo.
Se trata de una estrategia perversa. Probablemente ninguno/a de los 220 jueces/zas que venían ejerciendo el cargo, querían dejar de ejercerlo. El Estado generó situaciones -de forma deliberada- para obligarlos a expresar su voluntad. Sin embargo, apelar a las decisiones voluntarias de los jueces y juezas sobre su propia situación no impide que los incentivos que fueron deliberadamente construidos desde el poder político y desde la propia Corte Suprema de Justicia, para promover y hasta recompensar esas decisiones, sean analizadas como una violación del principio de independencia judicial, que también protege a los operadores de justicia frente a presiones externas.
No puedo dejar de mencionar aquí una coincidencia. A los pocos días de la remoción arbitraria de la totalidad de magistrados y magistradas de la Sala de lo Constitucional, perpetrada el 01 de mayo de 2021, y mientras patrullas de la Policía Nacional Civil se ubicaban cerca de sus domicilios, la mayoría de los magistrados/a removidos/a presentaron sus cartas de renuncia, con una redacción casi idéntica. ¿Es solo una coincidencia que las afectaciones más graves a la independencia judicial en El Salvador terminen con renuncias voluntarias?
A manera de balance de este comentario quiero resaltar la importancia de confrontar las narrativas sobre “fortalecimiento” o “modernización” de la justicia, exigiendo diagnósticos técnicos, previos y rigurosos, que identifiquen problemas reales y distintos cursos de acción para enfrentarlos, que sean compartidos y revisados considerando la opinión de los jueces y juezas, y nunca a sus espaldas. Las reformas a la justicia siempre deben responder a fines legítimos (la eficiencia es sin duda, uno de ellos) y las medidas implementadas deben evaluarse desde una perspectiva de su idoneidad, necesidad y proporcionalidad para alcanzar esos fines. De otro modo, pueden encubrir tentativas autoritarias para controlar la independencia de la justicia. En otras palabras, veamos si hay un lobo debajo del cordero.
*Directora del Programa de Independencia Judicial de DPLF.
Foto: CIDH vía Twitter.