Cuando el crimen organizado viste traje de Estado

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Thairi Moya Sánchez

Autora de la obra “Crimen organizado estatal y sus implicaciones financieras en la comisión de crímenes internacionales”. Doctora en Derecho (con honores) de la Universidad Central de Venezuela y Máster en Derecho Internacional de los Derechos Humanos por la Universidad de Nottingham. Actualmente es profesora de Derecho Internacional Público en la Universidad Complutense de Madrid y cuenta con numerosas publicaciones.

El presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) anunció una próxima resolución sobre “crimen organizado y derechos humanos”. La advertencia es clara: la seguridad ciudadana solo es legítima si se protege desde una perspectiva de derechos. Pero, si de verdad queremos entender el problema, no basta con mirar a las organizaciones criminales tradicionales. Hay que nombrar lo incómodo: el crimen organizado estatal (COE).

Suena distópico, pero es imprescindible. Nombrarlo incomoda, pero explica demasiado: violaciones masivas, cadenas de encubrimiento, aparatos que funcionan con la lógica del negocio y no del derecho. No se trata de exagerar: se trata de reconocer que, en ciertos escenarios, la frontera entre autoridad y delito se desdibuja, y con ella se diluye la promesa básica de proteger a la ciudadanía.

Para explicar la gestación del crimen organizado estatal, se debe recurrir a una metáfora orgánica: de la simbiosis a la metamorfosis. Un Estado deja de ser dique y se vuelve cauce delictivo mediante un proceso gradual —tan biológico como político— , en donde son los mismos representantes del Estado que terminan actuando en contra de sus ciudadanos, permitiendo y brindando, a su vez, impunidad a los grupos criminales. Todo comienza con la simbiosis: un contacto inicial en el que altos funcionarios y redes delictivas descubren beneficios mutuos (financieros, políticos o de supervivencia en el poder). En esta fase, las lealtades institucionales todavía predominan y los “favores” se toleran a ambos lados del mostrador, pero la puerta ya ha quedado entornada. Este viraje viene plantear retos al Derecho Internacional existente, por no hablar de otras ramas legales.

El fenómeno no nace en los márgenes de la burocracia; solo prospera cuando recibe el beneplácito de la cúspide institucional. El funcionario de mayor rango se convierte, así, en la bisagra que abre de par en par las puertas del Estado a la infiltración delictiva. Superado el tanteo inicial, el crimen organizado adopta la lógica del parasitismo. Se alimenta de los presupuestos, las leyes, las protecciones y los uniformes oficiales, mientras deteriora los controles internos. Las normas se retuercen a conveniencia de los poderosos en detrimento de la justicia: la Constitución se reduce a letra muerta, se aprueban leyes írritas que legitiman lo ilícito o se manipulan las ya vigentes para garantizar la impunidad, y los tribunales quedan paralizados bajo presiones políticas.

Con la jerarquía contaminada y la legalidad maleable, la corrupción escala “de abajo arriba y de arriba abajo” en un círculo de autoconservación: los altos cargos corrompidos habilitan la participación de sus subordinados y estos, a su vez, blindan a los superiores. Ese intercambio profundiza la dependencia mutua y multiplica los delitos, pues quienes los cometen saben que, lejos de ser castigados, serán premiados por sostener la estructura.

Cuando el parásito controla los sistemas inmunológicos del Estado —contralorías, fiscalías, cortes— emerge el aparato criminal en el Poder. Las leyes se adaptan al delito, la represión se convierte en negocio, los medios son silenciados y escrutar a los máximos responsables resulta “prácticamente imposible”. El proceso culmina cuando la normativa legal permite la instauración de un aparato que transgrede el orden nacional e internacional bajo la sombra de la impunidad; entonces las instituciones públicas pasan a funcionar con la misma lógica de un conglomerado mafioso: lucro, violencia y ventajas exclusivas.

Consumada la metamorfosis, el Estado criminal adopta rasgos de cleptocracia —literalmente, “gobierno de ladrones”— donde el saqueo se vuelve política oficial. Los recursos públicos financian campañas, ejércitos privados y fortunas familiares; la fiscalización independiente se asfixia, y la violencia se normaliza como método de gestión de los conflictos o presiones sociales.

En ese entramado, la impunidad actúa como pegamento: sin castigos ejemplares a los verdaderos criminales, ni transparencia radical, la red se reproduce, se exporta y acaba integrada en estructuras transnacionales que la retroalimentan. Así, el COE —definido como la acción concertada de funcionarios de rango medio o alto que utilizan recursos públicos, por ejemplo, para cometer delitos como narcotráfico, contrabando, tráfico de personas,— deja de ser una suma de mordidas aisladas para convertirse en la captura total del Estado mediante corrupción, violencia selectiva, opacidad financiera y violaciones a los derechos humanos. Total, sostener el poder o el mercado es lo que cuenta; por lo tanto, puede conformarse un concierto de crímenes amparados desde la estructura estatal.

Las primeras víctimas de esta maquinaria son, inevitablemente, las propias poblaciones. El Objetivo de Desarrollo Sostenible 16 recuerda que, sin frenar violencia y corrupción, no hay progreso posible, y la propia investigación concluye que el crimen organizado es “uno de los grandes impedimentos” para alcanzar dicha meta. Cada desvío millonario cierra un hospital; cada soborno diluye la investigación de un feminicidio; cada fiscal intimidado perpetúa la desaparición forzada planteando el escenario de que, tal vez, dichas violaciones a los derechos humanos pasen a convertirse en un plan criminal que termine con la perpetración de algunos de los cuatro grandes crímenes internacionales. De hecho, la CIDH ha documentado cómo la corrupción permite a “organizaciones criminales desarrollar estructuras paralelas de poder”, capaces de cooptar incluso las cortes supremas. La ecuación es directa y clara: a más COE + corrupción + fragilidad = menos derechos, menos democracia, menos vida.

Donde el Estado flaquea, el COE llena el vacío: políticos, cuerpos armados y empresas públicas tejen alianzas con redes ilícitas para asegurar movilidad y capacidad de acción, generando un ciclo perverso de instituciones débiles, impunidad creciente y captura progresiva.

Además de saquear las arcas públicas, los funcionarios criminales utilizan la estructura estatal para manipular de manera sistemática elementos fundamentales de la sociedad, llegando inclusive a tocar la religión o elementos culturales con la finalidad de atraer o someter a las masas para cimentar su poder y legitimar la violencia contra grupos específicos que puedan ser percibidos como enemigos de su ‘causa’. Incluso, se ha observado que las élites corruptas cooptan símbolos identitarios —folclore, festividades o patrimonios religiosos— para comprar lealtades, mientras desvirtúan tradiciones ajenas a fin de estigmatizar comunidades y convertirlas en blanco de expolio. De este modo, la cultura deja de ser refugio y se transforma en arma estratégica dentro de la lógica cleptocrática.

La corrupción —aunque no el único factor— es el elemento esencial para la conformación y funcionamiento de estas redes: normalizada, consolida la cleptocracia y vacía los mecanismos de rendición de cuentas. Cuando los superiores delegan funciones con dolo, arrastran a sus subordinados y convierten el delito en rutina burocrática.

Revertir este escenario exige transparencia, cooperación internacional y responsabilidad penal del superior jerárquico. Acciones consideradas ejes fundamentales en el contexto del Derecho Internacional. Determinar la cadena de mando económica —seguir la ruta del dinero— resulta tan decisivo como probar la autoría material de un crimen internacional.

Aunque la patología es grave, no es incurable. Reconstruir barreras inmunitarias —fortalecimiento del estado de derecho, independencia judicial, protección a denunciantes, trazabilidad financiera, atención verdadera a los grupos vulnerables, lucha contra la pobreza— pueden frenar la metamorfosis. Por lo tanto, se hace imperioso el fortalecimiento o la creación de normas internacionales que atiendan esta situación, así como la vigilancia social y alianzas internacionales que impidan reiniciar el ciclo, reto que bien puede comenzar con la acción coordinada de la sociedad civil latinoamericana.

Ante estos escenarios, se debería realizar un llamado ético a reavivar la promesa que la humanidad selló en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y que nuestro continente reforzó con la Convención Americana (1969). Frente a la hidra contemporánea del crimen perpetrado desde el aparato estatal, se debe indicar que más allá de algunas convenciones existentes en la esfera internacional, este fenómeno no está debidamente regulado, lo que daría pie a escenarios distópicos como ya se comienzan a observar y a cómo enfrentarlo en el marco del Derecho Internacional – no mediante la creación de más violencia.   Por lo tanto, ha llegado la hora de exigir a los Estados y, en especial, a los organismos de Derechos Humanos que, desde la arquitectura multilateral, conciban y ejecuten mecanismos coordinados capaces de contribuir a desarticular este mal que se nutre de impunidad y silencio. El primer paso puede ser dado a nivel regional y el sistema interamericano debería estar preparado para señalar esta amenaza que se presenta en la región. Solo desmontando la captura criminal del aparato público —requisito sine qua non— los derechos humanos dejarán de ser alegoría para volver a encarnarse, íntegros y vivos, en la vida cotidiana de todas las personas. Si la CIDH va a enfrentar el fenómeno del crimen organizado, debe abrir también esta puerta. Ignorarla nos deja atrapados en una realidad silente donde la legalidad se usa como disfraz y la impunidad se vuelve política pública. Es hora de llamarlo por su nombre.

 


Crédito de fotografía: vía Freepik.com

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Thairi Moya Sánchez

Autora de la obra “Crimen organizado estatal y sus implicaciones financieras en la comisión de crímenes internacionales”. Doctora en Derecho (con honores) de la Universidad Central de Venezuela y Máster en Derecho Internacional de los Derechos Humanos por la Universidad de Nottingham. Actualmente es profesora de Derecho Internacional Público en la Universidad Complutense de Madrid y cuenta con numerosas publicaciones.

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